En su sección de Cartas al Director, la valiosa – y lamentablemente desaparecida – revista Hoy, traía una cita que decía más menos: “Estoy en completo desacuerdo con tus ideas, pero daría gustoso mi vida por tu derecho a expresarlas”. La frase anterior, atribuida al filósofo francés Voltaire – aunque se discute si en realidad la dictó de esa forma o fue interpretada así por su biógrafa Evelyn Beatrice Hall – nos demuestra la profunda convicción que caracterizaba el debate en los círculos filosóficos de la Francia del siglo XVIII. Un debate que, lejos del legado absolutista de la monarquía gobernante, influyó de manera permanente en las corrientes políticas de los años venideros. Lo que sumado a la concepción clásica de lo público proveniente de la cultura helénica y la herencia republicana de la antigua Roma, lograron estructurar las bases de la política actual.
Si tomamos como punto de partida la afirmación de Voltaire, que engloba lo que debería ser una discusión con altura de miras, y realizamos una analogía de lo que ocurre actualmente en términos de agenda, las perspectivas que ha tomado el debate este último año y el rol que juegan los actores en el tablero, nos encontramos con un panorama totalmente contrario al que vislumbró el filósofo. Ya que, desde los sectores que defienden el conveniente statu quo, se han repetido una y otra vez las más variadas críticas contra las políticas actuales, incluso sin siquiera esperar la puesta en práctica de éstas. Como ejemplo de aquello, la artillería ha mutado desde inquietantes reflexiones sobre el futuro del país, excusado en un bajo apoyo a los cambios y la desaprobación del accionar público – encuestas mediante-, pasando por “rebeliones” y discursos que, inspirados tal vez por una reinterpretación de Bakunin, predicen una futura ingobernabilidad producto de las políticas puestas en marcha. Porque digámoslo, los juicios de la oposición no sólo han abordado las reformas de gobierno – cuyos estandartes son la tributaria, educacional y político-constitucional- sino también, a gran parte del programa desde su génesis, incluso interpelando el diseño pre aplicación de las mismas. Como lo demuestra el uso exacerbado de las herramientas que los legisladores tienen para pedir cuentas al poder Ejecutivo.
Lo anterior va desde lo práctico a lo simbólico. Enfrentando con vehemencia cualquier opción de posicionar en la opinión pública un debate serio sobre el por qué y para qué son necesarias las transformaciones, alejando con fuerza la tarea pública de tener un ciudadano informado que pueda discernir entre lo que beneficia o no. Escudando su postura en la reiteración argumentativa y cómo no, utilizando todos los medios a disposición. Sumado todo esto, a una permanente disidencia interna en la coalición de gobierno, que ha llamado a “examinar” las reformas estructurales, así como ha planteado críticas a la conducción política y al liderazgo en la Nueva Mayoría. Reiterando porqué, el eje del partido del orden, continúa vigente y cada vez que tiene – y busca – su oportunidad, demuestra una influencia que no teme poner en jaque la estabilidad de la coalición.
Y si bien el papel que jugó la Concertación en los primeros años de transición post dictadura fue clave para avanzar en el restablecimiento de la estabilidad democrática de nuestro país, la tarea del actual gobierno tiene, al menos desde mi punto de vista, dos aristas claves. Por una parte, proyectar y comunicar los beneficios que representan las reformas, visibilizando las fallas que posee el sistema de mercado para asegurar acceso igualitario a las garantías del Estado, sobre todo en materia de derechos sociales. Por otro lado y la que probablemente sea la tarea de mayor magnitud, se debe asegurar que el dilema de Voltaire no se pierda en un horizonte lejano, dejando fluir las mejores ideas en una alianza transversal de partidos y movimientos que puedan representar a la sociedad – en tiempos en que la institucionalidad política parece hacer agua, muy conveniente para algunos que no confían en la participación-, respetando las ideas propias y ajenas, compartiendo e integrando. Trascendiendo el concepto de mayoría, no sólo con un significado cuantitativo, sino como una instancia que tiene la fuerza para mantenerse en el tiempo. Aglutinando esfuerzos que aseguren la estabilidad democrática del futuro.
Los juicios de la oposición no sólo han abordado las reformas de gobierno, sino también a gran parte del programa desde su génesis, incluso interpelando el diseño pre aplicación de las mismas.
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