Luego de muchos días de seguir las transmisiones de Radio Santa María en Aysén, producto de los acontecimientos de estos días, una opinión no dejó de dar vueltas en mi mente: don José, un hombre que se denota humilde y esforzado trabajador, plantea que las Escrituras nos enseñan a poner la otra mejilla cuando el otro agrede. Aysén siempre la ha puesto, desde el principio, cuando recién se negociaba antes de tan tremenda explosión. La respuesta: más y más carabineros en las calles (ahora comprendo, la promesa de campaña era cierta).
Para no marear, esta vez se hablará desde el amor y lo que plantea la doctrina social de la Iglesia. Para efectos de esta línea argumental, quisiera fundir las ideas de San Alberto Hurtado y del Cardenal Silva Henríquez, dos actores que pueden representar las demandas en Aysén.
El primero, fuera de todos los títulos terrestres, fue uno de los más grandes sindicalistas del siglo pasado y un luchador social admirable. Reproduzco textual: “Predicar sólo la resignación y la caridad frente a los grandes dolores humanos sería cubrir la injusticia. Resignación y caridad hemos de predicarlas siempre, pero simultáneamente el deber de luchar, con todos los medios justos, para obtener la justicia”. Por otra parte, señala que “el alejamiento obrero de la vida religiosa obedece en gran parte a su preocupación absorbente por la lucha por la vida. Lo primero que les interesa a ellos es cómo dar de comer a sus hijos y a su mujer, cómo luchar contra el alza incesante de la vida, cómo asegurarse una relativa tranquilidad en la vejez que se les viene encima”.
Espero se me perdone la licencia, pero pucha que nos hace falta el Cardenal Silva Henríquez, que en tres tiempos hubiese puesto su persona para dialogar, con ese carácter firme y esas convicciones que hasta hoy provocan admiración. “Nuestro pueblo no cree en la violencia ni acepta a los que preconizan el odio. Recibe con agrado todo llamamiento a la reconciliación; está dispuesto generosamente al perdón y al olvido, aun en las situaciones humanamente más dolorosas. A este pueblo humilde tan querido deseo hoy decirle, como Pastor de la Iglesia, mi respeto y mi cariño. Siempre ha tenido y tiene algo que enseñarme. En sus manos he visto las huellas de Dios Creador. En su cansancio y dolor, una prolongación de la Cruz de Cristo Salvador. En su solidaridad admirable, en su alegría, en su paz, una presencia del Espíritu de Jesús resucitado”.
Señala, además, que: “Andar mil pasos con el que nos obligaba a dar cien; dar también la capa a quien nos pide la túnica; presentar la otra mejilla para extinguir el odio en quien nos hiere injustamente; morir por la redención de los que nos odian y maldicen, dándoles todo lo que somos y tenemos, para que en sus almas nazcan el amor y la bondad, son las bases de un cambio trascendental en nuestro mundo. Son los fundamentos únicos de la Resurrección gloriosa de la Humanidad que hoy, más que nunca, está sedienta de Justicia, de Amor y de Paz”.
No son los rotos los que se han levantado en voz y acción contra el poder central, sino quienes han sembrado entre lágrimas durante años los que están hablando hoy. Vivir en el sur ya es duro, pero en Aysén es más crudo aún, con un costo de vida elevadísimo y una humildad ante todo que sorprende. Creo que es momento de que el Estado de Chile escuche lo que piden y de respuestas a sus legítimas demandas.
El Alma de Chile conoce qué es el perdón y el arrepentimiento y sabe perdonar cuando oye la palabra sincera. Para perdonar hay que hacer gestos y Aysén los ha puesto de sobra en la mesa. Antes de caer en la desesperación es mejor escuchar, resolver las injusticias y sólo así llegará el tan anhelado orden público. Porque “eso es conocerme: hacer justicia al pobre y desvalido”. (Jeremías 22,16).
Es de esperar que el gobierno no se aproveche de que esa comunidad humilde ha ofrecido mil pasos, la túnica y ambas mejillas por solucionar el conflicto. Parece que se está esperando que también ofrezca una vida.
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