La desafección ciudadana con las instituciones y los partidos se expresa en la baja participación electoral desde los años 90. Por ejemplo, en 1997, un 17,8% de los votantes obligados por ley sufragaron blanco o nulo en la elección de diputados y, en las elecciones del 2017, solo 42% de los chilenos y chilenas concurrieron a las urnas, un porcentaje muy por debajo del piso mínimo de la participación electoral requerida para una legitimidad democrática.
Ningún otro país de América Latina y de las democracias avanzadas ha sufrido un desplome tan dramático de la participación electoral y debilitamiento de los partidos como ha acontecido en Chile. Los datos de la segunda vuelta en la elección de gobernadores regionales (13 junio 2021) confirman una alta abstención de las personas habilitadas de votar. Y bajo el sistema de voto voluntario, son las comunas de mayores ingresos las que acuden más a votar e ilustra con claridad una de las premisas fundamentales del sistema de voto voluntario: las desigualdades socioeconómicas se trasladan a desigualdades políticas. La participación a nivel nacional solo llegó a un alarmante 19,6%, mientras que en la Región Metropolitana alcanzó un 25,7%. En las regiones, la participación electoral fue aún menor: en Antofagasta y Atacama alcanzo 12% y 13% en Tarapacá y Biobío.Vivimos en tiempos de incertidumbre e indignación, en los que la ausencia de certezas sobre lo que vendrá y los miedos más íntimos se traducen en bronca, en enojo social con la política tradicional
A nivel metropolitano, las comunas con mayor participación fueron Vitacura (52,82%), Lo Barnechea (47,09%) y Las Condes (43,42%). Mientras, las comunas con menor participación fueron San Pedro (14,44%), Melipilla (15,49%) y La Pintana (16,07%). Esta información ayuda a esclarecer la relación entre participación, pobreza y el resultado.
La elección del 21 de noviembre 2021 (presidencial, senadores, diputados y consejeros regionales) tuvo una participación de 7.115.590 electores correspondiente 47,34%. Una cifra mayor a la primera vuelta de 2017 en que votaron 6.700.748 personas. También supera la de las elecciones de mayo 2021, que alcanzó 6.446.846. Sin embargo, la actual participación es inferior al plebiscito de 2020 donde votaron más de siete millones 562 mil personas (7.562.173), lo que representa un 50,9% del padrón total.
Hay factores arraigados en la población, como la baja confianza en las instituciones y un desinterés completo por la política que genera una baja ostensible en la participación electoral y con el voto voluntario se hizo crónico. Existe un sector importante de la población que no participa en las elecciones porque desconfían de todo, agudizado además por la puerilidad de la oferta programática y el descrédito partidario existente, lo que se expresa en el aumento del anti partidismo y apoliticismo cada día más notorio, particularmente en los segmentos más vulnerables y carenciados de la sociedad.
Este fenómeno es una consecuencia de la atomización y un individualismo exacerbado en la sociedad. Es preocupante, por tanto, que una parte de la izquierda más radical y de la ultra derecha sostengan y alimenten un discurso de “independentismo” y anti partidismo para obtener un posicionamiento político, lo que, sin duda, contribuye también al desprestigio y desmerecimiento hacia la política y, por ende, a una mayor precariedad institucional y volatilidad electoral. Lo grave es que en la actualidad el discurso anti partidos da réditos electorales y es la postura que adoptan políticos populistas.
La mega elección del 15 y 16 de mayo 2021 de convencionales constituyentes vino a cristalizar la creciente importancia que la política anti partidos ha tenido dentro de la sociedad chilena, traducido en la enorme desafección hacia los partidos políticos tradicionales, en medio de una crisis de confianza en la institucionalidad política de grandes proporciones. El 15-16 M supone un golpe frontal a un modelo político que había fracasado como representativo de los derechos de los ciudadanos. El «no nos representan» tiene sus consecuencias: los outsiders de la política se han revalorizado en todo el mundo como las principales nuevas figuras políticas, sean de la ideología que sean.
Desde el estallido social en adelante, la ciudadanía expresa con mayor energía la necesidad de cambios sustantivos en la distribución del poder y el resultado de las recientes elecciones de constituyentes da cuenta de ello. Por tanto, es la ocasión de buscar cómo mejorar el sistema de representación política, cómo abrir las instituciones a otros sectores sociales que hasta ahora han estado marginalizados de ejercer representación política, sin que esto culmine en desintitucionalizar la política, como ha pasado en Ecuador y Perú.
La baja participación electoral y el anti partidismo, choca con las necesidades de institucionalización no solo de actores sociales, sino que del propio conflicto político. La desconfianza ante la representación y la organización partidaria parecen tensionarse cuando hay un proceso socialmente legítimo de cambio y con el debate en una Convención Constitucional legalmente instituida y normada.
Vivimos en tiempos de incertidumbre e indignación, en los que la ausencia de certezas sobre lo que vendrá y los miedos más íntimos se traducen en bronca, en enojo social con la política tradicional; proliferan los discursos anti políticos y antisistema que se traducen en furia y activismo digital desde una mirada que cuestiona el rol del actual modelo económico que ha demostrado ser incapaz de dar respuestas a las demandas y necesidades sociales, por tanto, los sujetos se radicalizan desde la virtualidad y convierten el desencanto en expresiones políticas de extrema izquierda o extrema derecha, que parece ser la vía ideal para propagar la repulsa a todo tipo de poder. Por eso tienen mucha vigencia la reflexión de Humberto Maturana el 2011, cuando sostuvo: “En Chile estamos viviendo un momento histórico de mucha agresividad. Estamos muy centrados en la crítica, en la descalificación, en oponernos los unos a los otros. Estamos muy limitados en nuestra disposición a colaborar”.
Por otro lado, la pandemia ha fragilizado a toda la sociedad y ha puesto en una condición de mucha vulnerabilidad a la ciudadanía. Y cuando las personas se perciben vulnerables, ellas muchas veces se inclinan a la radicalidad.
La crisis de los partidos políticos tradicionales, ha tenido como consecuencia que el Congreso que debutará a partir de 2022 muestre un importante nivel de renovación -con 90 rostros nuevos- producto de la ley que impidió la reelección de aquellos diputados y senadores que hubiesen enterado dos reelecciones. El sistema electoral proporcional que si bien permitió mayor diversidad, no es un sistema que favorezca la gobernabilidad, producto de la dispersión de fuerzas. En el nuevo Congreso 21 partidos políticos tendrán representación, es previsible entonces que la gobernabilidad seguirá siendo una variable a considerar, ya que cualquier eventual candidatura ganadora no tendrá asegurada una coalición suficientemente cohesionada que respalde su programa, lo que anticipa dosis de inestabilidad e ingobernabilidad.
Es fundamental, entonces, que la institucionalidad política decodifique acertadamente los mensajes que la ciudadanía les está enviando a través de estos resultados, especialmente los temas referentes al tipo de Estado que se requiere, las formas de resolución de conflictos, el reequilibrio de los derechos y la gobernabilidad, y con ello superar los problemas y tópicos que han cruzado y condicionado el devenir político, económico y social a través de la historia republicana de Chile.
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