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El pasado 21 de mayo el Presidente Piñera señalaba como una de sus preocupaciones centrales el perfeccionamiento de la democracia “para hacerla más vital, participativa, cercana y transparente”, dado que, según el diagnóstico, la democracia en nuestro país está perdiendo fuerza. Con 11,5 millones de personas mayores de 18 años, sólo 8 millones están inscritas en los registros electorales y sólo 6,5 millones votan. El problema central es que cerca de 2 millones setecientos mil jóvenes no están inscritos en los registros electorales.
A partir de esto, se ha instalado la idea de que cierto tipo de reforma política, como la inscripción automática y el voto voluntario, podrían revertir la situación. En algunos casos se quiere ir más lejos, como exigir que el voto sea obligatorio, como si esto fuese suficiente para encantar a un segmento importante de la población con la política más tradicional. Las argumentaciones son variadas, para lo cual se puede leer con interés el artículo de Daniel Bello en este mismo espacio y de Javier Sajuria en El Mostrador.
El problema no consiste en intentar que los deberes sean exigidos. Los deberes adquieren sentido son significativos para los sujetos y conllevan algún tipo de acción o de preocupación por la política.
Nuestra política aparece como (a)significativa -si se puede usar este término- para un segmento relevante de la población, entre los cuales se cuentan los jóvenes y por supuesto otros que ya no lo son tanto. Esto es producto de una fractura entre el mundo político y el mundo de la gente común y corriente, cuestión que se puede apreciar cuando en referencia al tiempo de la política se le cataloga como un “tiempo de lo extraordinario” que no tiene que ver con el tiempo de la vida cotidiana, que sería un tiempo común. Si esto es así, ese tiempo extraordinario se vive como algo excepcional, en espacios excepcionales (el congreso por ejemplo), por lo tanto, sólo al alcance de los especialistas (los políticos) y no de la gente común.
La fractura que tenemos es muy grande y al parecer hay quienes no quieren revertir esta situación. Esto ha provocado que la gente común y corriente sienta que le ha perdido cariño a la política; se sienta desafectada, porque precisamente ésta ha sido capturada y alejada de la gente. En esto, la calle y las escrituras en sus paredes pueden ser un indicador relevante de cierto malestar. Transitando por algunos barrios he podido encontrar los siguientes graffitis: “Si la política sirviera para algo estaría prohibida” (La Reina) o “No vote, actúe” (Santiago Centro), grafos que hablan por si mismos.
Se trata de lo que Chantal Mouffe llama “el extravío del sentido real de la política”. Para ella, la política se debe entender como algo a construir a lo que concurre la comunidad. No es, por lo tanto, un compartimento estanco. La política permite que lo público se conecte con lo privado, rescata los ideales republicanos de participación, pero al mismo tiempo los nutre con nuevas formas de participación, permitiendo que sectores que están en los márgenes o fuera del sistema formal de participación se integren. Se asiste ya no a un distanciamiento sino a una reconfiguración de lo político, de una nueva política en contraposición a la política tradicional que es distancia, no cercanía. Frente a este extravío como señala Mouffe, debemos plantearnos el reconocimiento del derecho a la libertad política y por ende a construir una ciudadanía distinta, ya no basada necesariamente en cuestiones legales, en la construcción de nuevos tipos de identidad política, las cuales están en proceso de construcción y, por lo tanto, no están dadas.
Evidentemente que esto posibilita la construcción de una política y una ciudadanía más propias de este siglo, porque para ser sinceros, la política que tenemos hoy en nuestro país es una política del siglo XIX –aunque alguien podría señalar que es del medioevo- que no se condice con un país que entró al siglo XXI, con todas las dificultades que conocemos.
El estancamiento que estamos viviendo y las posibles modificaciones a nuestro actual escenario no pasan por decir “adiós a los viejos estandartes” o, como ya lo mencionara Vicente Huidobro en su campaña presidencial del año 25, “que los viejos se vayan a sus casas”. Esta cuestión ya estuvo en el tapete de la discusión durante la campaña presidencial pasada, donde nos encontramos con declaraciones de personeros de todos los sectores políticos, quienes estuvieron de acuerdo en “jubilar(se)” a una generación que ha participado en política desde los años 60 –para la concertación- y desde los 70 y 80 para la derecha y que suponía un recambio generacional
La pregunta que surge es si es suficiente el retiro de esos “viejos estandartes”. Creemos que el problema pasa necesariamente por ahí, pero no lo es todo. Es evidente que necesitamos caras nuevas en la política, que muchas veces se confunde con caras jóvenes, como sucedió con el maquillaje que realizaron las candidaturas en competencia en las pasadas elecciones presidenciales. La cuestión es otra. Si bien se puede entender como una revuelta generacional donde la edad aparece como central, no lo es todo, ya que tenemos a “jóvenes” que siguen pensando como viejos y reproducen esas mismas prácticas políticas. Como dijo acertadamente el senador Andrés Zaldívar, esto no es un problema de carné de identidad.
Cierro señalando que esta nueva construcción no se puede dejar sólo en manos de esa política que se ha anquilosado y que ya se manifiesta como una política muerta en vida, lo que nos remite a las viejas películas del creador del género zombie, George Romero.
Queremos una política que esté viva y no sea una política zombie y de esto todos somos responsables.
¡QUEREMOS UNA POLÍTICA Y UNA CIUDADANÍA DEL SIGLO XXI!
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