Al cumplirse el tercer año del estallido social del 2019, una vez más se desató la barbarie a pesar de todas las medidas preventivas adoptadas. A pesar de que se está bajo un gobierno distinto del anterior. Una barbarie que se expresó destruyendo todo a su paso, sean éstos tanto bienes públicos como privados.
La pregunta es ¿por qué? ¿Qué pasa? ¿Hasta cuándo? Las respuestas dependerán de la mirada de cada cuál, del cristal con que se mira. Para unos, es consecuencia de la desigualdad, de la falta de oportunidades, de la inflación, del modelo; para otros, de la ausencia de autoridad, o que las fuerzas policiales se encuentran con las manos atadas, temerosas de que se les acuse de excederse, o la percepción en quienes protagonizan la ola destructiva de que se puede hacer cualquier cosa y todo queda impune. O bien, de que tras todo esto habría una mano mora, la del comunismo internacional.
Si nos preguntáramos ¿para qué? lo más probable que no demos con respuesta alguna. Quizás unos dirán para echar abajo el modelo de país en que estamos, otros para expresar sus sentimientos de frustración. Parecieran berrinches anárquicos que afloran cada vez con más frecuencia al amparo del anonimato.
No es primera vez que vivimos estos momentos de furia desatada. La historia del país está jalonada de estallidos sociales. Sin ir más lejos recordemos los vividos hace menos de medio siglo, en la primera mitad de la década de los 80, en plena dictadura. Eran tiempos de alto desempleo motivados por la caída del sistema financiero donde las movilizaciones eran reprimidas con total desprecio por los DDHH. Ya entonces los desmanes hacían de las suyas sin importarles las consecuencias.
Con el arribo de la transición democrática, las aguas amainan al amparo de un nuevo clima. Pero a poco andar, en el primer decenio del presente siglo, el movimiento pingüino del 2006, bajo el gobierno de Bachelet I, nos pone en estado de alerta. Las marchas y movilizaciones de entonces, pacíficas en su inicio, terminarían desmadrándose con fuerzas policiales sobrepasadas. El modelo de país que estábamos construyendo muestra sus primeras fisuras en el ámbito educacional. Se cambia la LOCE por la LGE.
Las manifestaciones pacíficas, legítimas, inherentes a una convivencia democrática, derivan, degeneran, terminan en expresiones de violentismo puro y duro que amenazan la institucionalidad imperante. Sus actores no son los mismos. Los primeros son quienes expresan un malestar; los segundos, rabias, anarquía.
En el 2011, ahora bajo el gobierno de Piñera I, estalla nuevamente un descontento creciente que encuentra cada vez más eco de la mano de sus líderes más emblemáticos de entonces: Boric, Jackson y Vallejo. Hoy son quienes se encuentran encabezando el poder ejecutivo con el objetivo de llevar a cabo las grandes transformaciones que el país demandaría. Vaya paradoja! Quienes ayer encabezaban las movilizaciones hoy están al frente del gobierno por decisión popular.
El año 2019, bajo Piñera II, saltan todos los tapones a partir de un alza en el precio del transporte público (metro). La violencia desatada sin control alguno hace crujir la estabilidad institucional. Chile pareció un país de tierra arrasada. El oasis, el país modelo es puesto en jaque. Las castas, las élites de todo orden –económicas, sociales, políticas, académicas, culturales, religiosas, deportivas- se agarran la cabeza a dos manos. Días después, una multitudinaria manifestación nunca antes vista que se desarrolló con toda normalidad. En noviembre del 2019, desde la clase política surge el acuerdo por una nueva constitución. Con ello se asume que ahí estaba la madre del cordero, la necesidad de contar con un nuevo pacto social, de tener la oportunidad de sentar las bases de otro país, con bases distintas a las de la constitución del 80. El acuerdo pareció transformar toda la energía destructiva en energía constructiva.
No es primera vez que vivimos estos momentos de furia desatada. La historia del país está jalonada de estallidos sociales.
Desde entonces hasta el 4 de septiembre de este año parecían soplar nuevos vientos. En el año 2020 un plebiscito de entrada dijo que casi un 80% quería una nueva constitución y que ésta fuese hecha por convencionales electos con ese exclusivo propósito, descartando la participación de diputados/senadores del congreso. Se eligieron los convencionales, siendo la mayoría de ellos no adscritos a partidos políticos, sino que a movimientos sociales. Vivían su minuto de gloria. Los militantes de partidos políticos electos se podían contar con los dedos de la mano. La pelota política, como es la elaboración de una constitución, fue entregada a independientes, o supuestos independientes, y líderes de las más diversos movimientos sociales.
La derecha quedó confinada a menos del tercio sin posibilidad de veto alguno. Su bajo número de convencionales electos y el comportamiento del grueso de los convencionales que constituían la mayoría, contribuyó a que la derecha se atrincherara.
Del trabajo de la convención emerge una propuesta convencional que en el plebiscito de salida es rechazada abrumadoramente, por más del 60%, mediante el voto popular obligatorio. Como consecuencia, la pelota ha vuelto a manos de los políticos quienes parecen no saber con ella, incapaces, a la fecha, de acuerdo alguno.
En medio de este escenario, en este último 19 de octubre se cumplieron los tres años desde el estallido, ahora ya no con un gobierno de derecha, sino que con uno de izquierda. Y los desmanes, la violencia desatada, siguen haciendo de las suyas a vista y paciencia de todo un país. Ahora, en un escenario que se ha vuelto más complejo después de la pandemia y de un contexto internacional de retorno a tiempos de guerra fría. La ultraderecha está al acecho esperando el momento oportuno para retrotraernos a tiempos que creíamos idos. Ya no vía golpes, sino vía votos.
Alcanzar al menos tres acuerdos políticos de parte de todas las fuerzas democráticas es un imperativo en el Chile de hoy. Un primer acuerdo para elaborar una nueva constitución; un segundo acuerdo que aborde los agudos problemas en los campos educacional, previsional y de salud que nos aquejan; y un tercer acuerdo para enfrentar toda violencia, de cualquier índole, venga de donde venga, que nos permita disponer de un piso de seguridad personal, familiar y social que cada día se demanda con más fuerza.
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