El asesinato de George Floyd -hombre negro de Minneapolis- en manos de un policía blanco, tras un procedimiento injustificado y de brutalidad descarnada, se suma a una larga lista de muertes de personas afrodescendientes y latinas causadas por la policía norteamericana. Violencia policial que ha desatado una serie de manifestaciones en Estados Unidos.
Los activistas del movimiento “Black Lives Matters” acusan que existe violencia racista institucional por parte de la policía, basándose en un estudio publicado en 2019 por la Universidad de Rutgers que sostiene que ser baleado la policía es la primera causa de muerte de hombres negros en Estados Unidos. Según Frank Edwards, líder del equipo investigador “aproximadamente 1 de cada 1.000 hombres y niños negros en Estados Unidos puede esperar morir a manos de la policía. Es un número que nos parece muy alto”.
“No puedo respirar” fueron las últimas palabras de Floyd antes de ser asesinado, y se ha vuelto una consigna para los manifestantes que participan de las protestas contra la violencia institucional.
Pero la rabia no es solo contra la brutalidad y el comportamiento racista de la policía. Hay una sensación de injusticia y desamparo, pues las investigaciones se extienden por años y los oficiales culpables terminan recibiendo penas muy bajas que comprenden, como mucho, la desvinculación del cuerpo policial.
Los tuits del presidente Trump que respaldan el actuar policial y levantan sospechas permanentes contra los manifestantes, sólo aumentan el descontento y no contribuyen a disminuir la sensación de malestar.
Estados Unidos es el país más afectado por el coronavirus, no sólo por liderar la cantidad de fallecidos producto de la pandemia, sino porque su economía ha sido tan afectada que llegan a los 41 millones de desempleados. Así, la incertidumbre económica, el miedo a la pobreza, el riesgo de desempleo, sumado a la sensación de injusticia, violencia y desigualdad, junto con el desprecio por una autoridad presidencial insensible y autoritaria, es una mezcla explosiva de sensaciones que se está alojando en la psiquis de la población norteamericana, la que manifiesta sus primeras consecuencias en forma de protestas violentas, al más puro estilo Jóker.
Tan lejos pero tan cerca
En nuestro país podemos identificar un patrón similar al proceso de acumulación de malestar norteamericano. El estallido social de octubre y la respuesta represiva del gobierno dejó un saldo de 30 mil detenciones ilegales, más de 2 mil personas heridas a bala o perdigón, 500 casos de torturas, más de 350 personas mutiladas y cerca 40 fallecidos en extrañas circunstancias que aún se investigan, donde solo conocemos el parte policial.
En el actual periodo de pandemia, el relato gubernamental del “estamos preparados” acaba de ser sepultado por el “no tenía conciencia”.
A 5 meses del informe internacional de Human Rights Watch, no se han cerrado estos procesos con sanciones que den una señal de justicia y condena a la violación de DDHH ocurridas en Chile. Casos emblemáticos de mutilados como Fabiola Campillay y Gustavo Gatica siguen sin culpables formalizados, bajo un manto de desinformación que ni la policía ni el gobierno han aclarado. Otro ejemplo, no menos grave, es el asesinato del comunero mapuche Camilo Catrillanca, donde el carabinero imputado fue dado de baja con una indemnización sobre 21 millones de pesos y recibe una pensión de casi un millón mensual. Extraño castigo para un asesino.
El riesgo es que la sensación de impunidad e injusticia -al igual que en EEUU- por la falta de responsables de las violaciones de DDHH, se mezcla con el hambre, que se masifica ocasionando enfrentamientos en zonas periféricas y que ha revivido las ollas comunes; el colapso del sistema sanitario, que agrega un dramatismo que no conoce la generación postdictadura; el frío del invierno, incentivo que opera en contra del aislamiento social; y la letalidad de la pandemia, que hoy conocemos sin certezas y en forma de cifras, pero que llegará a través de cadenas de whatsapp que el gobierno no podrá disimular, poniendo rostro e imagen a la tragedia.
En política, el relato funciona cuando eres capaz de darle coherencia a partir de hechos -fortuitos o intencionados-, que lo dotan de sentido. Cuando no se tiene la confianza de la audiencia, ni la fuerza para persuadir que la interpretación propia es la mayoritaria, no hay posibilidad alguna de elaborar un relato consistente y creíble. Este el caso del gobierno de Piñera, que insiste en apostar por el espectáculo de repartir cajas o descargar ventiladores frente a las cámaras de matinales para sostener un relato de buena gestión, cuando muchos en Chile tenemos personas cercanas muertas o graves por Covid 19, como otro que está pasando hambre.
En octubre, el “Chile Despertó” se instaló por la fuerza de los hechos, superando la capacidad de los dispositivos de construcción de sentido que utiliza el sistema político para instalar el relato de progreso y estabilidad que habían funcionado pro 30 años. En el actual periodo de pandemia, el relato gubernamental del “estamos preparados” acaba de ser sepultado por el “no tenía conciencia”. Y si no hay un cambio drástico en la actitud del gobierno, que transmita con hechos una expectativa de seguridad económica y social basada en un plan factible, el hambre de comida -y de justicia- impondrá su propio relato, algo parecido a lo que vemos en EEUU, quizás hasta con fuego en cuarteles y medios de comunicación. Una versión chilena del “No Puedo respirar”.
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