La Democracia Cristiana tiene una cierta tradición de superar sus conflictos internos apelando a ciertos valores y tradiciones, siendo el consenso el más utilizado y manoseado en estos últimos años.
Bajo el trauma de situaciones como las vividas en los quiebres internos que originaron el MAPU o la Izquierda Cristiana, se apela a un sentido de lealtad, a un bien mayor de supervivencia del instrumento partidario, a un deseo oculto de no develar aquello que podría resultar incómodo de reconocer o de asumir.
Digo esto porque ya se escuchan voces al interior de la DC que comienzan a apelar a esta situación como punto de salida frente al contexto que vive el país, marcado por el terremoto vivido a fines de febrero. En estas voces se escucha un sentido de imperativo nacional, el establecer que primero está el país y luego los intereses partidarios; que la primera tarea es la reconstrucción de las zonas devastadas, antes que la posibilidad de elegir autoridades internas. Suena bien. Hasta parece ser convincente, pero sólo se trata de pretextos para seguir escondiendo la basura debajo de la alfombra.
El consenso, en política, busca es la regulación en torno a acuerdos que muchas veces limitan la sana disputa de ideas y la confrontación de posiciones que tienden a revitalizar los discursos y las estrategias. En el caso de la Democracia Cristiana, la búsqueda de un “cierto tipo de consenso” es más que eso: esconde algo más abrupto, algo que nos duele reconocer y asumir.
Estamos en una hora de no retorno al interior de la casa de la Falange, pues en ella se ha instaurado y perpetuado una lógica de distribución del poder que se enclavó en el Estado y su estructura. Que generó redes de conveniencia económica y de control de las orgánicas partidarias. Que estableció una fronda que, lejos de legitimarse en la meritocracia, se legitimó en nuevas castas oligárquicas que han buscado la mantención de sus espacios de poder a toda costa. Que validó la práctica de los intereses y los negocios como una nueva forma de relacionarse y de resolver en muchas ocasiones los conflictos internos, llegando incluso a niveles de corrupción impresentables.
No ser capaces de ver esto sería seguir siendo ciegos en un espacio donde algunos tuertos vestidos de piratas gobiernan a diestra y siniestra.
Esta no es la hora del consenso al interior de la DC; es la hora de la confrontación. Es la hora de colocar el conflicto arriba de la mesa y de mirarnos a la cara para decirnos un par de verdades y despejar un camino que se nos fue haciendo cada vez más tortuoso, marcado por nuestros propios errores y nuestras propias faltas.
La posibilidad de contar con una directiva nacional surgida de un consenso de los actores formales internos, seguirá validando la dinámica de la “dictadura de los lotes”, donde sólo unos pocos tienen efectivamente cuotas de poder que les permiten tomar decisiones. Así se seguirá instaurando una dinámica que no respeta la ya tan dañada vida militante, acercándonos aún más al abismo que nos lleva por un despeñadero sin salida.
Seamos claros: esto no es sólo un tema de ideas (que ya es bastante: nuestras diferencias en algunos casos son abismantes); también -y principalmente- es un tema de prácticas y de lógicas para manejar la vida interna de una organización política.
Sólo la confrontación de posiciones, el debate, el decirnos nuestras verdades a la cara, el reconocer los errores propios y los de los demás, el sanear la convivencia interna y el retomar la lógica de un partido popular, de vanguardia y de clara opción progresista, nos llevará por un sendero que nos puede volver a mostrar la ruta que debemos seguir.
Pensar en una estructura partidaria de consenso es sólo dar una paletada más a un partido que agoniza y que cada día se debilita más y más.
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