El itinerario del progreso reporta su origen en la naturaleza y, por ello, es parte fundamental del espíritu del hombre desde épocas pretéritas. La teoría de la evolución de Darwin vino a formatear y describir este proceso que dice relación con un íntimo sentido de perpetuidad que determina una cierta conducta general para todas las especies, incluida la nuestra, donde el más apto logra imponer sus genes a favor de la conservación del conjunto. En síntesis, una lucha que permite la continuidad de los mejores y el exilio y la muerte para los más débiles. La vida sobre la Tierra no se hubiese mantenido sin este mandato universal.
Por esta razón, cuando se dieron las condiciones propicias, el neoliberalismo engarzó tan bien en la historia ya que vino a ocupar -usando términos ad hoc– “un nicho de mercado” en la madeja evolutiva. Empero, el desarrollo sobredimensionado de una sola de sus dotes terminó por crear un órgano advenedizo e insurrecto que la evolución desconoce y, por tanto, rechaza. Si bien posee raíces inherentes al sentido de la vida, la fórmula derivó en una visión unilateral que, en la práctica, ha degradado y circunscrito esta tendencia natural a un régimen meramente competitivo y estrictamente económico. El mandato ancestral que impone la supremacía del más fuerte se aplicó irreflexivamente a la economía afectando a sociedades enteras al reproducir literalmente lo que sucede en el mundo animal.La historia se mueve en universos que están más allá de la agenda de La Moneda y puede que el impenitente cuño neoliberal termine recibiendo un poco de su misma medicina y así como señorea hoy, mañana sucumba ante la llegada de otro más fuerte y mejor dotado para un nuevo ciclo histórico.
Así como el joven león expulsa al longevo macho dominante y mata a los cachorros del desterrado para que las hembras entren en celo y pueda cubrirlas logrando potestad sobre el grupo, del mismo modo esta regencia, con la venia del Estado, sacrifica cualquier competencia para dejar ciudadanos desamparados y a su merced como proletarios consumidores.
El régimen neoliberal imita el rito primitivo que no concede piedad, indulto ni perdón en pos de su objetivo primario de perpetuar su estirpe. Estos resabios mantienen atados a sus sostenedores a una dinámica propia de las leyes más elementales de la naturaleza. No podemos esperar un componente solidario en los procesos de selección natural del mundo silvestre como tampoco en su búsqueda de sustento, pero sí reclamarlo en nuestra sociedad. Esa diferencia irremontable para una bestia la impone, entre otros, el sentido de la moral, condición privativa del hombre.
Las tímidas modificaciones a esta moderna fisiocracia tienen que ver con una cuestión etaria de una generación que quedó entrampada entre utopías desvanecidas y la administración de un modelo que alguna vez combatieron. Esta dicotomía de nuestros próceres resulta en inmovilidad política, ese laisser faire, laisser passer que les impele conservar a todo evento un statu quo cuyas garantías, privilegios y réditos consolidaron acomodando sus principios y afianzando una oligarquía nutrida de nepotismo.
Quizás este largo proceso, plagado de contradicciones vitales, les condujo finalmente a ser víctimas de una suerte de síndrome de Estocolmo, alteración mental que lleva a algunas personas, en situaciones extremas, a reformular sus propias convicciones e incluso adherir a las conductas de su victimario. Mantener incólumes por más de 20 años los manuales más ortodoxos del neoconservadurismo, con todo el sufrimiento y frustración que provoca, es signo de este fenómeno. Otro síntoma es la pérdida de contacto con la realidad. Para quien ostenta remuneraciones de nivel parlamentario, televisivo o ministerial es extremadamente complejo empatizar o comprender el escenario doméstico, espiritual y sicológico de un connacional que sobrevive con el sueldo básico o medio. Ni hablar de los jubilados. Pensar que con bonos solucionamos el problema revela un paternalismo patético y trasnochado amén de un atentado a la dignidad.
Muchos pobres… murieron esperando.
Es, en definitiva, un desbande total de los principios éticos que cimentaron la república y un aviso de lo fatuo e ilusorio de las virtudes de nuestro imaginario colectivo.
No obstante, la historia se mueve en universos que están más allá de la agenda de La Moneda y puede que el impenitente cuño neoliberal termine recibiendo un poco de su misma medicina y así como señorea hoy, mañana sucumba ante la llegada de otro más fuerte y mejor dotado para un nuevo ciclo histórico. Este semental podría surgir camuflado entre la avalancha de protestas por las magras condiciones de vida que impone el sistema. La inminente reacción social, que los gobiernos difícilmente podrán sofocar, condicionaría por la vía de la fuerza, tal como sucede en el mundo animal, una renovada genética cuya sangre fresca daría vitalidad y bríos a una especie que estaba degenerando hacia un alarmante estanco monogámico que la llevaba al ocaso.
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