Ser indio o mestizo no es simplemente un asunto de sangre ni de una identidad esencial anterior a la conquista, sino que también se trata de una construcción social.
Weichan. Conversaciones con un weychafe en la prisión política, el libro de creación conjunta entre el mapuche líder de la Coordinadora Arauco Malleco (CAM), Héctor Llaitul,y el ex candidato presidencial y ex ministro, Jorge Arrate, es una obra literaria compleja y rizomática.
Desde la perspectiva de los estudios latinoamericanos, Weichan formula un conjunto de problemas epistemológicos y culturales en torno al sujeto, al cuerpo, la identidad y a la vez nos interpela a examinar la legitimidad de la violencia política como expresión de la resistencia de un pueblo oprimido.
Para comenzar, ambos autores no pueden sustraerse a la distancia determinada por las categorías de etnia y clase que los inviste en posiciones subjetivas temporarias divergentes en el flujo del discurso. Su alianza escritural no es impermeable a la brecha que sitúa al blanco y al indio en una condición epistemológica distinta y antagónica como es el lugar del colonizador y el del colonizado.
Más todavía, cuando comparten como lengua común el idioma del conquistador que inevitablemente hegemoniza el texto y provoca un desencuentro cultural que obliga al blanco a realizar en forma constante un esfuerzo de traducción que, en el planteo de José Rabasa, sólo refleja el fracaso de la racionalidad occidental para la comprensión del indígena. El indio en cambio, según Rabasa, como estrategia de sobrevivencia en el régimen colonial habría desarrollado con astucia una capacidad de habitar mundos múltiples que implica coexistir en espacios híbridos diferentes, lo que le permite habitar y actuar en la dimensión cognitiva de la ideología dominante, sin abandonar sus propios mundos.
De allí que para mirar este libro, que expone el pensamiento y la trayectoria militante de Héctor Llaitul, resulta tan pertinente “Calibán”, el concepto metáfora acuñado por el poeta cubano Roberto Fernández Retamar, en torno al personaje de La Tempestad de Shakespeare, quien increpa a Próspero, su amo y señor, sentenciando: «Me enseñaron su lengua, y de ello obtuve/ El saber maldecir. ¡La roja plaga/ Caiga en ustedes, por esa enseñanza!»
Arrate despliega hábilmente su estrategia narrativa intentando sortear el desencuentro al establecer una separación tajante entre su propia voz y la de Llaitul, diagramada con márgenes y tipos de párrafo distintos. De esta forma, constituye al texto en una “zona de contacto” entre fronteras, permitiendo una aproximación no jerárquica con el Otro; y además se auto inhibe del protagonismo del intelectual comprometido que se arroga la representación del sujeto subalterno. Porque la paradoja de la representación es que se da en un juego simultáneo de opacidad y transparencia donde ésta sólo se presenta a sí misma, eclipsando y suplantando a lo representado, y con ello sólo consigue duplicar su ausencia.
Con su doble autoría, este libro pone de relieve el problema de la identidad que, a la luz de las reflexiones de Stuart Hall, no señala al yo como un núcleo estable de la modernidad, que sigue siendo el mismo a lo largo del tiempo, así como tampoco habría un yo colectivo y verdadero que pueda fijar una “unicidad” o pertenencia cultural sin cambios. Para Hall, el yo es una ficción identitaria generada históricamente: “Las identidades nunca se unifican…son construidas de múltiples maneras a través de discursos, prácticas y posiciones diferentes, a menudo cruzadas y antagónicas, que están sujetas a una historización radical y en constante proceso de cambio». Hall subraya que el género, del mismo modo que la etnia y la clase, son identidades sociales que se construyen en el discurso y emergen dentro de un juego de modalidades de poder. Las identidades son entonces el resultado de la afirmación de una diferencia y de una relación con el Otro, por eso en ellas gravita la exclusión o la abyección de su exterior constitutivo y al mismo tiempo son desestabilizadas por aquello que excluyen. Derrida demostró que estas variables se erigen en un marco binario que establece una jerarquía entre los dos polos resultantes: hombre/mujer, blanco/negro, en el que los segundos términos acaban siendo “marcas” y estigmas.
En consecuencia, ser indio o mestizo no es simplemente un asunto de sangre ni de una identidad esencial anterior a la conquista, sino que también se trata de una construcción social. Por ejemplo, durante la colonia, la condición étnica, se articuló con la de clase para calificar como “indios” a los habitantes originarios situándolos en el último peldaño de clasificación social, lo que implicó para ellos diversas formas de servidumbre y de trabajo esclavo en beneficio de los “blancos”.
* Te invitamos a leer la versión completa del ensayo “Weichan: Héctor Llaitul entre el Ser y el Acontecimiento y la Ética de la Liberación”.
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