Lily Pérez tiene la obligación moral de contar la segunda mitad de la historia: quién o quiénes la discriminaron, en qué consistieron esos actos, con qué frecuencia se realizaron, qué motivos los sustentaban, quiénes más fueron víctimas de aquello.
Lily Pérez asistió el día lunes con honesta afectación a la inauguración del memorial de Daniel Zamudio en el Cementerio General. No se trató de un hecho aislado. A pesar de que una parte importante de su sector político manifestó reparos a la Ley Antidiscriminación, ella la defendió con tesón. Mientras parlamentarios de la época como Marcela Cubillos, Pablo Longueira, Patricio Melero, Carlos Larraín y Waldo Prokurica recurrían a todas las tinterilladas imaginables para dilatar su aprobación o quitarle herramientas (y en ambas cosas fueron sumamente eficientes), ella propuso incluso penalizar la incitación al odio, proyecto que ha reimpulsado recientemente.
Dado lo anterior, es imposible tomar a la ligera sus palabras cuando renunció a Renovación Nacional. Estas palabras no fueron dichas al aire: fueron redactadas por escrito, poniendo término a una militancia de 25 años. Pocas cosas menos espontáneas, más meditadas que un acto como ese. Escribió entonces: “Hoy, la intolerancia, el clasismo, el desprecio al liderazgo de las mujeres y el fanatismo se han apoderado de las directrices de RN”. Por si no quedaba claro, añadió tras la lectura que se sintió “explícitamente discriminada por ser judía y mujer” y que en su partido «importa mucho el origen, la religión, la cuna más que el mérito y la capacidad de las personas».
Transcurrido un año y medio de la promulgación de la denominada Ley Zamudio, uno de sus grandes problemas ha sido lo poco utilizada que ha sido la acción que brinda. Esto ha impedido visibilizar las distintas formas de discriminación, formar una jurisprudencia que le de sustento a la ley y, lo más importante, proteger adecuadamente a las víctimas. Para estas, se trata de una ley difícil. No otorga indemnizaciones, sus plazos son cortos y hace difícil probar los hechos que la hacen procedente.
Para vencer esta inercia, se requieren entre otras cosas víctimas valientes que denuncien actos discriminatorios a pesar de las dificultades, dentro o fuera de esta ley. Mal se le puede exigir esto a víctimas de situación económica vulnerable, que dependen o se encuentran en una posición de subordinación respecto del victimario o a aquellas cuya exposición pública pueda traerles costos excesivos. Claramente, la senadora no está en ninguno de estos casos. Por lo anterior, Lily Pérez tiene la obligación moral de contar la segunda mitad de la historia: quién o quiénes la discriminaron, en qué consistieron esos actos, con qué frecuencia se realizaron, qué motivos los sustentaban, quiénes más fueron víctimas de aquello.
En un partido político en el que hay senadores, diputados, ministros y autoridades de todo linaje, resulta necesario para la discusión pública saber quiénes de ellos discriminan arbitrariamente, y por qué. Quizás, su ejemplo serviría para que otras personas puedan denunciar cuestiones que hasta ahora no han denunciado, o para que otras tantas noten que cuestiones que sencillamente pasaban por alto son en realidad actos de discriminación que de tan reiterados se dan por naturales.
Si la senadora Pérez no cuenta la segunda parte de la historia, sea por el dolor que le provoca recordarlo o por un remanente de lealtad hacia sus ex compañeros de partido, va a perder una oportunidad insuperable de poner relevar asuntos que de otra manera van a permanecer en la oscuridad. Esa oscuridad va en directo beneficio de los discriminadores, y afecta directamente la legislación que ella misma en el pasado promovió.
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