El liberalismo, por lo tanto, no viene a inventar la rueda, sino sólo a reconocer y darle sentido a una realidad que ya existe. Obviamente, y quizás esta aclaración no debería ser necesaria, los liberales creen en una libertad responsable, lo que supone pensar, asimismo, en los límites de la libertad de los demás y en responder por los errores que se cometen en el ejercicio de la propia.
Alberto Edwards en su «Bosquejo histórico de los partidos políticos chilenos» publicado en 1903 planteaba que si se quiere que el liberalismo sea uno de los partidos del futuro, es necesario responder algunas preguntas, entre otras la siguiente: ¿qué acontecimientos nacionales lo justifican?
Esta pregunta es interesante, porque siempre los partidos han nacido y se han desarrollado como respuesta a acontecimientos históricos determinados y no a partir de proyectos exclusivamente ideológicos. De hecho, no pocas veces (los comunistas de hoy son un ejemplo) los partidos han traicionado sus principios. O dicho más elegantemente, se han acomodado al contexto particular en que están insertos. Esto, en todo caso, no necesariamente es malo. La sobre-ideologización y el abandono del acomodo —de lo que Arturo Valenzuela llama el “centro pragmático”— es lo que llevó al quiebre de nuestra democracia en 1973.
Pero yendo a la pregunta, y partiendo de la base que su respuesta no es simple, distingamos al menos dos planos: uno de orden sociopolítico y otro de carácter sociocultural. En el primero, constituye un lugar común sostener que la democracia que nos rige no es representativa, principalmente por no dar cuenta de la diversidad social y territorial de nuestro país. La respuesta liberal, me parece, debe ser doble.
Por una parte, los liberales deben defender la democracia representativa y hacer ver la utopía de una democracia directa, al menos como régimen regular. La democracia directa (por ejemplo, a través del mecanismo plebiscitario), si bien en algunos casos es necesaria, siempre será excepcional y es imposible —políticamente imposible— que se configure como regla general.
Pero, por otra parte, y precisamente tomando en cuenta los tiempos que corren, caracterizados por un fuerte empoderamiento de la ciudadanía y de una pérdida del carácter intermediador de los partidos, los liberales deben ayudar al fortalecimiento de la sociedad civil. ¿De qué manera? No sólo apoyando la construcción de mayores instancias formales de participación ciudadana (distinguiendo los niveles de vinculación, según los casos), sino también resignificando el rol subsidiario del Estado. La Teletón y Bomberos de Chile constituyen dos ejemplos de que la sociedad civil funciona bien en la solución de problemas públicos cuando el Estado así lo permite. La existencia de una sociedad grande, más que de un Estado grande, es la repuesta que los liberales están llamados a dar. Esto, en todo caso, no implica la supresión del Estado, sino valorar, de manera preeminente, el papel que las personas voluntariamente asociadas pueden cumplir en el espacio público.
¿Y qué decir del plano sociocultural? Si el liberalismo supone una alta valoración de la liberad del ser humano, resulta claro que defiende también el derecho a la identidad personal, la facultad de las personas a ser quienes quieren ser. Y que esto no sea visto como una amenaza para una (supuesta) unidad de la sociedad, sino como una fuente de riqueza. La sociedad es, de hecho, un crisol multicolor. El liberalismo, por lo tanto, no viene a inventar la rueda, sino sólo a reconocer y darle sentido a una realidad que ya existe. Obviamente, y quizás esta aclaración no debería ser necesaria, los liberales creen en una libertad responsable, lo que supone pensar, asimismo, en los límites de la libertad de los demás y en responder por los errores que se cometen en el ejercicio de la propia.
Es importante empatizar con las llamadas “minorías”. Las personas no eligen identidades minoritarias por masoquismo. Tampoco, como ciertos sectores conservadores acostumbran a insinuar, por caprichos burgueses. Mirar las cosas así, supone no meterse en la realidad, muchas veces cruda, que enfrentan algunas personas en este país. Los liberales deben estar ahí, deben estar junto a quienes lo están pasando mal.
Liberalismo no es sinónimo de egoísmo, aunque este eslogan ha sido recurrente en sectores de la izquierda. Nunca lo fue en sus orígenes —en las nacientes democracias del siglo XIX— y no tiene por qué serlo ahora, precisamente en un momento histórico en que algunos sectores hablan (o insinúan la idea) de refundar la República. La valoración de la diferencia, de las cualidades y potencialidades de cada cual, es siempre un acto de generosidad, porque supone salir de sí mismo y mirar al otro en toda su complejidad. La abolición de la esclavitud en el siglo XIX es un ejemplo de esto. Para los liberales de la centuria antepasada, la dignidad humana tuvo más peso que el derecho de propiedad (o a una indemnización) de los dueños de los esclavos.
Por supuesto los desafíos del liberalismo partidista del Chile de hoy no se agotan en los temas anteriores, pero constituyen elementos que podrían ayudar a la construcción de su identidad. Identidad que debiera complementar lo liberal y lo social. La verdad, y a la luz de lo arriba dicho, no existe una contradicción esencial entre ambos elementos.
Imagen: Wikimedia Commons
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