¿Estamos transitando un tiempo que no queda otra cosa que llamar un cambio de época? ¿Qué indicios de aquello nos ofrecen los procesos políticos actuales?
Unos días atrás, J. C. Eicholz publicaba en El Mercurio una opinión en que compara la coyuntura política de Piñera y Obama en el contexto de una transición de época. En ese artículo me llaman la atención ciertos cambios en la lengua. Respecto de Obama y de Piñera, dice, las “expectativas eran altas”. Los cambios de lenguaje a veces pasan desapercibidos, especialmente cuando se tienden a confundir los cambios en el discurso llamado culto y los cambios en el habla cotidiana.
Uno puede pasar por estas “altas expectativas” sin notar precisamente lo que el discurso está haciendo. ¿Cómo es eso, así de simple y fácil, que del poder político se tengan “expectativas”? Me parece que en el uso de esta palabra está aconteciendo una doble y decisiva transformación de lo político.
“Expectativa” se usa hoy extensamente en teoría económica. Mide la percepción de los agentes económicos del desempeño futuro de algún índice. ¿Tiene la ciudadanía “expectativas” de este tipo con relación a las instituciones políticas y quienes las ocupan? Si respondemos afirmativamente, hacemos una homogeneización entre expectativas económicas y relaciones políticas.
Mi pregunta toma fuerza cuando comparo esta lengua con aquella que dice las relaciones entre pueblo y clase política en términos de proyectos y utopías. Mientras las expectativas parecen el juicio de una ciudadanía interesada en los resultados del proceso político –resultados donde lo que importa al final son los pesos-, en proyectos y utopías el juicio se compone con el deseo y la gente parece involucrada en el proceso mismo.
Es decir, en expectativas se construye una ciudadanía interesada, racionalizada, externa al proceso, atenta a los resultados en cuanto afectan a individuos. En cambio, en proyecto/utopía se construye una ciudadanía en compromiso con el proceso político, en la misma medida en que espera de él resultados comunitarios. Proyecto y deseo utópico ocurren con otros. Señalan no una preferencia por los cambios en las cantidades de dinero, sino más bien una preferencia por los cambios en la cualidad de las relaciones. Lo que estamos acostumbrados a llamar “emociones” –la inteligencia del sentir-, ocupa un lugar destacado.
Eicholz reconoce un “cambio acelerado” en las sociedades del siglo XXI. Este no es un cambio más, sino una transición de épocas. El umbral de un nuevo tipo de contrato social. Estamos dice, “en los dolores de parto de este nuevo orden”. En términos de lo político, el fenómeno clave sería el paso de un poder político con capacidad de concentración, a un poder político acosado por la distribución. Las capacidades de control han cambiado y están marcadas por la inestabilidad.
Entonces ahí tenemos a Obama luchando contra el Congreso y la discología gringa, y a Piñera luchando contra las calles. Ambos habiendo pasado de un triunfo electoral al derrumbe de su “popularidad” en muy poco tiempo.
Es aquí precisamente cuando el análisis de expectativas se eclipsa en la apreciación del fenómeno como procesos emocionales en la política. Las palabras de uso político son entonces: malestar, decepción, frustración, indignación, por un lado, y “sintonía con la gente”, sentirse conectado, por otro lado.
La política vuelve a ser creación de fuerzas. Eicholz retrata a Obama como personaje con más inteligencia en emociones políticas: “ha entendido mejor el desafío de ser autoridad en estos tiempos”. ¿Cómo? Usando el “nosotros”, no “sobreprometiendo”, entendiendo que cada verdadero problema hoy es una” cuestión compleja”, pidiendo ayuda, mostrándose débil para entonces resultar “comprendido”. La racionalidad política se encuentra en la oportunidad (o la necesidad) de una especie de terapia.
En cambio, como Piñera no tiene “sintonía con la gente”, la resolución de sus dificultades pasaría por una fórmula más tradicional: la formación de acuerdos y mayorías parlamentarias.
En el panorama general, el poder político se ve “prisionero” de esta transición –que yo pienso ya está bueno que los chilenos no llamemos “a la democracia” y la veamos como cuestión de época. Como tantas veces, la lengua corre por delante de nuestras realidades.
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