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Las cosas como son

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Vivimos de carteles. Categorizaciones. Y algo se entiende, dado que muchas veces el objetivo de este ejercicio es ordenar de alguna forma ese confuso mundo que transcurre allá afuera. Que nos permite ecualizar las expectativas, comprar certeza sobre el futuro y nuestros semejantes.

Hasta aquí, nada de negativo o extraño en ello.

Lo complejo es cuando tales juicios, fundados o no, nos arrastran a conclusiones rotundas, incontrastables, con las que vamos tumbando mentiras y exponiendo mentirosos con nuestras propias, personales certidumbres como munición. Ningún dato, ningún antecedente, solo la auto construida percepción de que tenemos la razón.  Y mucha.

En lo personal cargo con mis propios prejuicios.  Voy por la vida distribuyendo mis propios rótulos.

Uno de ellos es, precisamente, categorizar a quienes creen tener un sentido ultra desarrollado para distinguir lo verdadero. Más aún en ámbitos donde los claroscuros abundan. No hablo aquí de si hoy es jueves o 1 de octubre (aunque incluso tal dependería del meridiano en que estemos parados) sino del espacio de las percepciones.  

Este elevado amor propio muchas veces es potenciado por la sensación de que no sólo se sabe discriminar lo auténtico de lo falaz, también de poseer una honestidad a toda prueba, valiente, arrojada, dando vida a una explosiva combinación que les acarrea malos ratos porque la gente no está acostumbrada a que se le encandile con la verdad.  El protagonista de esta historia sería algo así como una caverna de Platón andante.

La frase que resume este perfil es “no le caigo bien a la gente porque yo digo las cosas como son”.   

Cada vez que escucho a alguien decir aquello desconfío.  Desconfío de ese pequeño ego que emerge de la idea.  

En los procesos eleccionarios que vienen nos encontraremos con muchos y muchas que enarbolan como gran talento decir las cosas como son. Cuando escuche o lea aquella frase, desconfíe.

Desconfío del interés de mostrar cómo defecto algo que, en el fondo, tiene un halo de virtud. Estamos llenos de seres que se auto definen como “demasiado trabajadores”, “muy honestos”, “tan buena gente que parezco tonto”, como si no cargaran con desperfectos  sociales reales. Los bastiones morales no existen y quien cree serlo es un mentiroso o desvaría.

Desconfío de quien cree poseer, él y sólo él, la verdad. Y más aún cuando le es imposible asumir que la animadversión que genera quizás no es por contar con ese don o coraje revelador, sino porque sencillamente da como rotundas afirmaciones que no tiene cómo sustentar más allá de sus propias elucubraciones.   

No cuestiono entregar luces sobre la realidad.  Por cierto que no. Tampoco estoy en contra de la reflexión y el debate necesario. Sí creo que es necesario hacer frente a aseveraciones sin un pequeño esfuerzo por entregar fundamentos que sustenten los dichos y expresiones, incluso con algo de coherencia en expresarlos. Cuando una sociedad renuncia a convencer, como una más de las herramientas de la convivencia, comienza un tránsito riesgoso.

En los procesos eleccionarios que vienen nos encontraremos con muchos y muchas que enarbolan como gran talento decir las cosas como son.

Cuando escuche o lea aquella frase, desconfíe. 

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