Recuerdo que, cuando estudiaba en una universidad que se caracteriza por ser altamente activa a la hora de protestar en contra de lo que se consideraba injusto, había 2 medidas de presión a las que podíamos recurrir: paro indefinido o toma. En cierta oportunidad, los dirigentes estudiantiles se encontraban planteando los argumentos a favor y en contra de estas movilizaciones en un foro informativo y, cuando ya parecía haber cierto consenso en que la toma era la mejor decisión, un estudiante levantó la mano y dijo: “Si nos tomamos la Universidad de nuevo, vamos a perder credibilidad, nosotros y la medida en sí”. La opinión tenía mucho de cierto: recurrir a la medida más fuerte de manera reiterada agotaba su capacidad de presión mucho más rápido y, por consiguiente, nuestra credibilidad ante las autoridades universitarias (“estos cabros se toman la universidad por cualquier cosa, dejémoslos” podría pensar el rector).
De aquí se extrapola que las medidas extremistas son armas de doble filo. Por un lado inyectan un nivel de tensión muy elevado, que logra poner en la mesa un tema de manera rápida, pero también desgastan mucho las relaciones, la confianza y la credibilidad. Y, ojo, esto es un problema de la medida como tal, no de la causa que está detrás. Pensemos en la llamada “revolución pingüina”. ¿Existe una protesta más válida que la que se da a favor de mejorar la calidad de la educación pública? No lo creo. De hecho, este movimiento tuvo buena recepción en la mayoría de la población por tratarse de una “lucha justa”. Pero hacia el final de las movilizaciones, la posición de los estudiantes se endureció tanto, fue tan extrema en su petitorio y forma de ejercer presión, que terminó por diluirse internamente y, si bien logró una modificación sustancial, no supo aprovechar todo el potencial que había generado.
Actualmente presenciamos cómo un gran número de comuneros mapuche se encuentra ejerciendo la medida de presión más potente y extrema de todas: La huelga de hambre. El tema se politizó rápidamente, es decir, pasó de la esfera privada a la pública (parafraseando a Vallès) y se generó conciencia colectiva acerca del conflicto. Hasta aquí todo bien, pero, como se explicó antes, la medida es tan potente, que termina por desgastar la credibilidad de los comuneros. Nuevamente, la causa que está detrás es tremendamente noble y digna, ya que nuestros pueblos originarios llevan siglos sufriendo abusos y violaciones a sus derechos y Chile, como estado y ciudanía, no hace más que tapar el conflicto, como quien barre el polvo bajo la alfombra. La causa no es aquí el problema, sino la medida, ya que tiene una curva de rendimiento en forma de campana Gaussiana: Es funcional hasta cierto punto de inflexión a partir del cual comienza a caer inevitablemente.
El problema es crítico porque, a diferencia de lo que exponen algunos, no existen muchas otras alternativas de protesta para el mundo indígena. Insisto en la idea de que toda la vida hemos, como país, ocultado el conflicto. Atentar en contra de una de las funciones fisiológicas básicas y poner en riesgo la vida, existiendo medidas alternativas menos “costosas”, sería absurdo.
Lo aconsejable hoy, por el bien de la causa mapuche, sería flexibilizar la posición antes de que el doble filo de la medida de presión comience a generar contraindicaciones. Lo positivo es que la ciudadanía se encuentra sensibilizada con la situación de los comuneros y, por lo tanto, el tema no será tan fácil de olvidar como se ha hecho hasta ahora. Además, hoy las redes sociales juegan un rol fundamental a la hora de no permitir que temas como este se borren del disco duro colectivo (tanta fuerza han alcanzado que, hace poco, detuvieron la construcción de una central hidroeléctrica).
Evidentemente, el gobierno también debe flexibilizar su posición y abrirse a un diálogo real. El discurso que hoy recita casi de memoria el oficialismo, de que este es “un problema que se arrastra de administraciones anteriores” y que “siempre hemos estado abiertos al diálogo”, no sirve de nada. Tampoco es útil buscar mediadores que no representan fielmente los intereses de los implicados. ¿Cómo puede un sacerdote católico mediar la relación entre una sociedad laica y una comunidad no cristiana? Imposible. La responsabilidad del Estado, no sólo de este gobierno, es de proteger la integridad de las personas, por lo que flexibilizar su posición no sólo facilita las cosas, sino que es obligatorio.
En síntesis, mantener una medida extrema de presión durante mucho tiempo desvía los intereses de la causa y la hace perder credibilidad. Y que el gobierno, buscando proteger su imagen, permita que vidas humanas estén al borde de la muerte, va en contra de su función vital, además de complicar una situación que pudo haberse manejado de mucho mejor manera. Cuando una negociación se da entre partes que pasarán el resto de sus vidas juntas, es imposible tomar una posición intransigente. Ambos deben escuchar y escucharse (a sí mismos) para así entender que ceder no resta validez a su causa, sino que fortalece la relación, lo que permite avanzar hacia el entendimiento y la integración.
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