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La teoría del todo

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Ad portas de vivir un proceso constituyente, como no hay registros en nuestra historia republicana, resulta pertinente preguntarnos, qué esperamos de una nueva Constitución, qué expectativas tenemos puestas en ella, qué necesitamos que esta regule. En este contexto, y en concordancia con nuestra surrealista pretensión de que la Ley, o la Constitución, puede y debe resolverlo todo, se acumulan a diario definiciones, temáticas, instituciones y un interminable listado de Derechos individuales y colectivos que, en opinión de algún personaje político, o grupo de interés, debe estar en la nueva carta magna que construiremos en los próximos años.

Si bien es cierto, la neutralidad constitucional no existe más allá de las discusiones académicas, la experiencia de las democracias estables demuestra que las Cartas Fundamentales más exitosas son aquellas que fijan un marco institucional y valórico para el desarrollo de las corrientes políticas que inspiran sucesivos gobiernos que no necesiten refundar todo en cada elección, evitando así casarse con definiciones pétreas que traben el debate político y lo constitucionaliza innecesariamente. La formalmente vigente Constitución de 1980 está en las antípodas de ese ideal, pues es un texto profundamente militante, y confesional, estrictamente apegado al dogma del credo neoliberal impuesto por la dictadura cívico militar y, además, fiel a la tradición nacional, intenta abordar la mayor cantidad de materias posible; regula las Fuerzas Armadas, el Poder Judicial, órganos autónomos y hasta el sistema electoral, en un coherente intento de consagrar en un texto constitucional, la refundación del país que impulsó el régimen dictatorial.

La reacción, casi natural, a esta realidad, es intentar construir una constitución que sea un opuesto completo a la actual, es decir, una Constitución también militante, pero de una ideología que sea un verdadero negativo de la actualmente impuesta, y que, consecuentemente, incorpore la mayor cantidad de materias posibles a objeto de refundar las bases de la institucionalidad completa y grabar a fuego un modelo de desarrollo específico… un error a mi juicio.

Chile lleva décadas entrampado en una eterna discusión constitucional que, crisis social mediante, desemboca finalmente en un proceso constituyente y, al margen del obvio cuestionamiento a la legitimidad de origen de la actual constitución, el debate político en nuestro país ha estado constitucionalizado precisamente porque nos rige, al menos en el papel ahora, una carta fundamental que intenta resolverlo todo y francamente no parece razonable que se cometa el mismo error para perpetuar la discusión constitucional por otras 4 décadas más.

La tentación de querer regular y resolver todo en la Constitución es atractiva, permitiría aceptar las peticiones de un sinnúmero de grupos organizados, o no, que desean incluir sus definiciones en la Carta Fundamental, así, animalistas, ecologistas, agrupaciones de diversidad sexual, organizaciones civiles de múltiples áreas, además por cierto de los actores políticos tradicionales, esperan incluir en la nueva Constitución un interminable listado de definiciones y regular casi todo el ámbito de desarrollo humano y medioambiental, y considerando que nuestra política se ha limitado los últimos años a ser una especie de vocera de la calle, parece probable que se termine cediendo a esas presiones (legítimas por cierto), y acabemos con una Constitución llena de declaraciones de principios, derechos consagrados y, en definitiva, un texto aspiracional y que terminará siendo la semilla de nuevas divisiones e inestabilidades institucionales.

Que sea un marco institucional moderno y flexible que deje espacio para el desarrollo del proceso político natural de una democracia, que enriquezca esa democracia y la fortalezca, no con normas inmutables, sino con principios generales e inspiradores

Qué hacer entonces…?

La opción alternativa es pensar en una Constitución que regule los aspectos esenciales de nuestra institucionalidad, nuestro sistema de gobierno y la organización del Estado, pero que no abarque más allá de lo estrictamente indispensable, que no se case con un sistema o modelo económico en particular, que no intente agotar todas las discusiones y fijar por décadas un modelo determinado de desarrollo, sino que sea un marco institucional moderno y flexible que deje espacio para el desarrollo del proceso político natural de una democracia, que enriquezca esa democracia y la fortalezca, no con normas inmutables, sino con principios generales e inspiradores.

Chile necesita oxigenar su sistema político, y para ello debemos ser capaces de construir una estructura institucional acorde al siglo XXI y los desafíos de la democracia moderna, y para ello debemos evitar cometer los mismos errores del pasado y abandonar las falsas tradiciones que nos tienen atrapados en la teoría del todo… del todo o nada.

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