¿Qué pretende la ex Concertación al tocar los cimientos del modelo, pero, como hemos podido evidenciar, sin la clara intención de modificarlos verdaderamente?
La segunda campaña presidencial de Bachelet estuvo marcada por un inusitado tono de reestructuración del modelo que ha venido administrándose de forma más o menos inalterable desde su instauración a mediados de los ’70. Sin embargo, a poco andar, se han generado razonables dudas sobre las reales intenciones de la Nueva Mayoría. En particular, no hay claridad respecto de si los tres grandes pilares que sustentan al programa de gobierno – reforma tributaria, reforma educacional y nueva constitución – apuntan en la dirección transformadora que la ciudadanía espera. Es más, los hechos parecen demostrar lo contrario.
En materia constitucional, las fuerzas conservadoras dominantes al interior del gobierno prácticamente han descartado la opción de una asamblea constituyente. Desde el “no nos pongamos a fumar opio” de Escalona hasta el reciente “el poder constituyente está en el parlamento” de Zaldívar, el escenario sólo permite augurar modificaciones estéticas a la constitución, esto es, conservando las reglas que mantienen el juego sistemáticamente desequilibrado en favor de unos pocos. Vale la pena aclarar en este punto que, cuando hablamos de establecer las normas de convivencia de una sociedad, el mecanismo para escogerlas es valioso en sí mismo y no es posible aislarlo del objetivo final (la constitución); En ese sentido, cuando los sectores reaccionarios hablan de “modificar” la carta fundamental bajo las condiciones que ella misma impone, es decir, sin deliberación popular, esperar transformaciones estructurales es sencillamente imposible.
En cuanto a la reforma tributaria, el acuerdo pactado en privado entre el ministro Arenas y el empresariado – en casa de un ex ministro de Piñera –, con Jorge Awad atribuyéndose su “paternidad”, la oposición desesperada por aparecer en la foto “triunfal” y con graves críticas por parte de varios expertos (ver Agostini y Riesco), parece confirmar que la ex Concertación se ha consolidado definitivamente como brazo político del poder económico, desplazando a la derecha, y gobernará, aparentemente, honrando ese título, es decir, buscando preservar los privilegios de dicho sector en desmedro del mandato popular por mayor equidad.
Lo anterior sólo permite pronosticar un panorama similar para el tema más complejo: Educación. En efecto, el propio ministro Eyzaguirre ha señalado que no hará una “política educacional al gusto de la calle”, restando todo valor al rol del movimiento estudiantil, actor que puso en el centro del debate nacional la necesidad de un cambio radical en el sistema educacional chileno. Peor aún, la reforma no toca a los colegios privados en los que se educa la elite, por lo que, hasta el momento, de estructural, hay muy poco.
A partir de lo anterior, podría llegarse fácilmente a la conclusión superficial habitual: Nada nuevo. La clase dirigente promete, pero no cumple. Sin embargo, la envergadura de las propuestas debe llevarnos a un análisis más fino. ¿Qué pretende la ex Concertación al tocar los cimientos del modelo, pero, como hemos podido evidenciar, sin la clara intención de modificarlos verdaderamente? A la luz de lo expuesto, todo parece indicar que el segundo gobierno de Bachelet ha llegado para coronar la transición a la democracia, pero en los términos de la elite. El gobierno, aprovechándose del actual estado peticionista de las organizaciones sociales, ha tomado las consignas nacidas en la calle y las ha hecho suyas para llevarlas a cabo con sus reglas y, obviamente, sin la gente. Así, el ciclo iniciado en los ‘90 se cerraría con retórica de consenso, con aparente aceptación de demandas ciudadanas e, incluso, probablemente con leves mejoras sociales, pero con el modelo funcionando, en esencia, igual a como lo ha venido haciendo desde su imposición. ¿Quién gana con este plan maestro? Por un lado, la clase dirigente, porque sella un proceso inconcluso con legitimidad social (artificial), y, por otro, los dueños de Chile, pues el origen de sus privilegios no se toca. ¿Quién pierde? Probablemente usted ya intuye la respuesta.
¿Qué esperamos, entonces, de la Nueva Mayoría: transformación social o un intento cosmético por finalizar, en sus propios términos, un desgastado ciclo político? La evidencia actual y la historia (no sólo la reciente) inclinan la balanza a favor de lo segundo. Bachelet tiene la palabra.
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