En todo el mundo se celebró el día internacional de los Museos bajo el lema “Museo y Memoria”, convocatoria realizada por el Consejo Internacional de Museos. El tema es ciertamente muy apropiado porque si los museos existen es por la necesidad del ser humano de resguardar la memoria en sus múltiples manifestaciones, biológicas, artísticas, culturales, científicas o históricas.
La memoria es lo que nos constituye como personas y como sociedad, lo que nos hace reconocernos como individuos singulares y como una comunidad con una experiencia común. La memoria nos permite, al menos teóricamente, proyectarnos como sociedad al futuro con una aspiración o proyecto común. En efecto, como bien lo recuerda Elsa Blair en su artículo “Memoria y Narrativa”, los proyectos se hacen de memorias, son la resonancia de un trayecto, podríamos agregar también que los proyectos se construyen sobre la lección moral o la lección política que conserva la memoria.
En tal sentido, es interesante hacer notar que estas dos palabras que evocan el pasado, Museo y Memoria, son sin embargo, sustantivas para construir el futuro. Podríamos decir que no hay futuro sin memoria y no hay memoria sin una escenificación que la resguarde, la proteja, la ponga en valor y difunda los valores que emanan de la ella.
En el mundo actual cuando evocamos la palabra Memoria entendemos todos que vamos a invocar experiencias dolorosas, hechos traumáticos, procesos de pérdida que exigen a la sociedad elaborar un duelo, restablecer una verdad negada, devolver la dignidad humana a las víctimas y extraer lecciones de esa experiencia.
Muchos países, y el nuestro no ha sido una excepción, buscan sanar sus heridas y reparar a las víctimas no sólo a través de la Justicia sino también a través de actos o hechos simbólicos: pedir perdón, establecer comisiones de verdad, construir memoriales o museos que nos hablen de la experiencia y del dolor de las víctimas. No somos los únicos ni los primeros: allí están los museos del holocausto, del GULAG, de la represión en Argentina, de la lucha contra el Apartheid en Sudáfrica o por los derechos civiles de los afrodescendientes en Estados Unidos, entre tantos otros.
En la tarea de sanación, la puesta en escena y la resignificación del dolor de las víctimas, la conmemoración histórica, el discurso público y, sobre todo, poner en palabras el dolor, son los medios a través de los cuales vamos conjurando el trauma. La exposición verbal que las víctimas hacen de su experiencia no requiere ser históricamente verificable, está hecha de recuerdos e interpretaciones, basta con que sea verosímil para que contribuyan con sus experiencias a fundar el relato de la memoria. Efectivamente, la Memoria es relato, no es Historia en el sentido de disciplina que pretende alcanzar un saber objetivo, ni es Literatura en el sentido de construcción de mundos ficticios.
En este punto, me parece importante decir que la memoria sólo existe en la medida en que se ha convertido en un discurso, es decir, una interpretación de los hechos. Si no hay un discurso, estamos hablando de los recuerdos, no de la memoria. Los recuerdos son personales, la memoria es colectiva, los recuerdos son inconcientes y se pueden presentar alterados por las impresiones del momento o experiencias pasadas o posteriores. La memoria en cambio es racional y tiene un propósito moral y político: extraer las lecciones de la experiencia y hacerlas presentes en la sociedad para construir el futuro, o mejor dicho, para ponerla al servicio de los valores de respeto a la dignidad humana.
En el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos nos preguntamos cotidianamente cuando clasificamos, archivamos o exponemos, como distinguir los buenos usos de los abusos de la memoria. El lingüista búlgaro Tzvetan Todorov propone que nos cuestionemos por sus resultados, es decir, que sopesemos si la exposición de un determinado acontecimiento propende a fortalecer los valores del bien y la justicia o por el contrario, se empantanan en su literalidad exponiendo a las víctimas a quedar petrificados en el dolor, extendiendo las consecuencias del trauma a todos los instantes de la existencia. La experiencia del dolor se convierte así en un presente eterno que no ayuda sanar a las víctimas ni ayuda a la sociedad a recuperar esa experiencia para comprenderla y extraer lecciones útiles para construir el futuro. Por eso preferimos hablar de la construcción de una memoria ejemplar, es decir, una memoria que toma los acontecimientos para construir un relato que da sentido de futuro sobre la base de la afirmación del Nunca Más.
En este sentido, damos una verdadera relevancia al papel que puede jugar el arte en la construcción de la memoria. Me quedo con la reflexión que expone Nelly Richard en su magnífico ensayo “Crítica de la Memoria”. En breve, de lo que se trata es de evitar que la construcción de la memoria quede atrapada o subordinada ya sea a las exigencias de los consensos políticos o a los objetivos políticos de la denuncia militante y que la licencia poética con que trabajan el arte y el ensayismo crítico sea capaz de otorgar nuevos valores y cargas semánticas a la interpretación de nuestra historia. De manera que el Arte en el Museo de la Memoria no está presente sólo como atracción para las audiencias, sino como activo para la construcción del sentido de esta institución.
Por eso la “lección de memoria” bien aprendida no sólo debe mirar el pasado ni contentarse con el relato militante o el archivo judicial. Debe estar permanentemente sometida a la crítica y a la reinterpretación. Evitar su banalización o su fosilización es el método para contrarrestar las amenazas que se ciernen sobre ella.
En efecto, la memoria siempre estará amenazada por el poder. Milán Kundera lo dice maravillosamente en palabras de su personaje Karel Kosic: “la lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido”. Nada más cierto. Las dictaduras y regímenes totalitarios se empeñan hasta lo indecible para destruir la memoria porque saben que es la condición de su supervivencia. Primo Levi dice que toda la historia del Reich puede ser leída como una guerra contra la memoria. El estalinismo reescribió la historia de la revolución rusa con cada cambio de la cúpula dirigente del partido, hasta hacer desaparecer completamente a los compañeros de Lenin. En Chile los cadáveres de las víctimas fueron exhumados para dispersar los restos y no pudieran ser encontrados y se pretendió que los detenidos desaparecidos fueran presuntos, seres fantasmales negados no solo en sus derechos elementales, sino en su propia existencia.
Pero también en las democracias occidentales, en las economías de mercado, la memoria se ve amenazada. La sobreabundancia de noticias, el ritmo de los cambios del paisaje urbano, los estímulos para quedarnos hipnotizados en los placeres que ofrece el mercado en un presente siempre cambiante convierten al pasado en una mala palabra, en lo que debe ser cambiado. Los discursos públicos insisten en la necesidad de “superar el pasado” invitando a mirar con optimismo un futuro que ya estaría configurado y para el cual “sabemos lo que hay que hacer” para llegar a él, deslegitimando así la crítica, la disconformidad y la incomodidad de quienes supuestamente no son poseedores de esa saber técnico que nos garantiza un “mundo feliz”. Me pregunto si es posible mirar la historia con esa ingenuidad, como si el fascismo, la xenofobia, la intolerancia religiosa, la misoginia, fueran sólo fenómenos de un pasado ya superado e irrepetible.
La memoria es también actualidad. Muchas veces nos refugiamos en las ofensas y los dolores que nos inflingieron para no mirar los sufrimientos de los demás. Pienso que evitar la preocupación por las situaciones actuales sumergiéndonos en los dolores del pasado puede resultar hasta inmoral. El culto a la memoria debe servir a la justicia aquí, en todas partes y ahora.
—————-
Comentarios