Lo paradójico, es que los miembros de la Lista del Pueblo rechazan ser considerados un partido, pero funcionan como tales -y por los resultados obtenidos- han sido bastante mejores que de los partidos legales, tanto en términos de escaños obtenidos en la CC, a lo que se suma con contar con una estructura nacional jerarquizada, con una Asamblea de delegados (en la última, donde designaron a Cristian Cuevas como candidato presidencial, participaron 73 personas, pero posteriormente fue defenestrado por otra facción); una coordinación política que correspondería a la de un Comité Central, un Tricel y una Comisión de ética. Por tanto, la han transformado en una plataforma cupular para sus campañas electorales a cualquier cargo de la vilipendiada institucionalidad política que consideran ilegitima, sin sujetarse a procesos deliberativos y a las leyes de transparencia que obligan a los partidos políticos. La diferencia con un partido político es difícil de precisarla.
Por consiguiente, no actúan como independientes, entendiendo como tal a una persona autónoma, que no depende de otro y que toma sus propias decisiones sin estar sujeta a una instancia superior o colectiva. Sin embargo, se conciertan y han decidido actuar como Bancada constituyente, sujeta a los lineamientos y orgánicas de cualquier partido político. Como ser independiente reditúa en el actual escenario político, seguirán insistiendo en la misma tecla, como es explotar el sentimiento anti partidos y el descredito que produce la “política tradicional” que se ha vuelto un trending topic en América Latina, narrativa que hasta ahora les ha lucrado electoralmente, ya que una vez “descargada” en el mainframe cultural, genera su propia realidad: una hipersticion -acrónimo entre “superstición” y “hyper”- para definir un hecho entre la ficción y la realidad, transformándose en funcional para los objetivos de los grupos que las propician.Ser independiente no representa una virtud en sí misma, ni tampoco un ejemplo de integridad o estar impoluto de prácticas reñidas con la ética, menos libres de defender intereses de grupos o razones personales espurias. No hay un sustrato de realidad para avalar esa premisa
Ser independiente no representa una virtud en sí misma, ni tampoco un ejemplo de integridad o estar impoluto de prácticas reñidas con la ética, menos libres de defender intereses de grupos o razones personales espurias. No hay un sustrato de realidad para avalar esa premisa. El pensar que un grupo de independientes “puro”, por solo el hecho de no ser “políticos” pero igualmente estructurados como cualquier partido político, deban ser idealizados como ser mejores, alejados de las malas prácticas, interesados exclusivamente por el bien de la comunidad, es una ilusión. Esa imagen auto asignada es una quimera, patentizada en el comportamiento de esos grupos en la Convención Constitucional que ha evidenciado todo lo contrario, privilegiando la captura grupal de la misma en lugar de dedicarse a aquello para lo cual fueron elegidos y mandatados por la ciudadanía.
Seguir transmitiendo el mensaje peyorativo anti partidos para promover candidaturas individuales a cargos públicos, dejando a un lado las exigencias de un principio consustancial a la democracia -la igualdad ante la ley- exclusivamente para ganar simpatía ante una ciudadanía que está demostrando un rechazo ante las malas prácticas en que han incurrido la mayoría de los partidos políticos, solo puede interpretarse como un oportunismo populista por algunos sectores para proyectarse como gobernantes justos, eficientes y comprensibles de las necesidades de los discriminados, de los no representados.
Apropiarse unilateralmente de la representación “virtuosa” del pueblo o creer que la voluntad general puede ser encarnada de manera más impecable, honrada y justa por solo un grupo autodenominado como independientes, en contraposición a los partidos políticos, puede llevar a consecuencias que al final terminan en desmedro de la democracia, particularmente cuando ellos no cumplen una serie de exigencias de transparencia, accountability y financiamiento que impone la legislación vigente a los partidos.
Explotan sin escrúpulos el hartazgo y erosión de la confianza de la gente en las instituciones -a pesar que la Lista del Pueblo (LDP) ya es parte de la institucionalidad que tiene el mandato de redactar una nueva Constitución. Su éxito electoral en la elección de constituyentes se basó en haber cristalizado un clivaje Pueblo – Élite. Lo ilógico de esta retórica por mostrarse fuera de la elite política queda de manifiesto cuando ya forman parte de ella y han terminado por reproducir las prácticas más cuestionadas a los partidos políticos -designar en una “cocina” de 43 votos y 30 abstenciones a un candidato presidencial para luego ser depuesto por otra facción. En un tiempo demasiado breve han pasado de enjuiciadores de la “casta” a convertirse en una nueva casta.
Para justificar dicha disonancia cognitiva, apelan a una ortodoxia del momento: estigmatizar a todos y todas que no pertenezcan al propio grupo, promoviéndose, por ende, como los únicos capaces de representar fielmente los intereses de la ciudadanía, otorgándose a sí mismos una suerte de superioridad moral sobre el resto de los actores políticos, libre de intereses particulares, lo cual no solo es engañoso, sino que también plantea anatemizar a los partidos y cualquiera que difiera de sus métodos. No es aceptable ni razonable gozar de los beneficios que ofrece actuar como grupo político, sin asumir los costos y exigencias que ello plantea. Avivar el colapso del sistema de partidos solo termina fomentando mayor opacidad a los procesos de toma de decisiones de carácter institucional, dejándolas a merced de grupos de intereses corporativos o del narcotráfico como se ha visto en algunos países de la región con los evidentes costos y riesgos que ello conlleva para el sistema democrático.
Inclusive se contradicen con sus propias proclamas al invitar a Cristian Cuevas a postularse como candidato presidencial, quien no cumpliría con las características que levantó en un principio la LDP: mujer, independiente y de pueblo originario, ya que el ex sindicalista fue militante del PS, del PC y de Convergencia Social. Además, es fundador del movimiento Victoria Popular, que forma parte de Chile Digno, el bloque de partidos políticos que agrupa al PC, la Federación Regionalista Verde Social, Acción Humanista, Partido Igualdad, Izquierda Libertaria, entre otros.
La semana pasada varios constituyentes electos bajo el paraguas de esa lista, han dejado claro que no están participando de las decisiones orgánicas tras las aspiraciones parlamentarias y presidenciales en su interior, marginándose de dicho proceso. También se ha desencadenado un cumulo de renuncias al movimiento, entre ellas la de Claudia Pérez, asesora de campaña de Giovanna Grandón: “debido al hostigamiento, continuas fricciones, malas prácticas, actitudes matonescas y la evidente falta de probidad de algunos dirigentes”. También dimitió al grupo la abogada y profesora mapuche Luz Alca, quien postuló a la Convención sin éxito por el distrito 23, señalando “Hoy vengo en presentar mi renuncia a este movimiento que de la revuelta 18-O no le queda nada, de ciudadano y democrático no tiene nada, sino que con profundo dolor debo advertir que al parecer sólo se trata de un emprendimiento dedicado a promover campañas políticas”.
Las turbulencias internas que han generado las innumerables postulaciones presidenciales y parlamentarias y que, además, ha engendrado diversas facciones en su seno no tienen indicios de traer la calma que necesitarían para consolidarse como un movimiento con cierta consistencia política y programática.
El problema para la Lista del Pueblo, es que después de esta elección la política volvió a la Convención Constitucional y al Parlamento que siempre será visto como una institución ligada a la clase dirigente, a las élites y, en ese tránsito, están los principales riesgos para sus integrantes y sus aliados, ya que ellos se incorporaron a esa institucionalidad, por tanto, serán parte de la casta y les será difícil seguir construyendo su relato en la dicotomía institucionalidad-calle. La lógica casta-pueblo queda, entonces, en entredicho -en clave del populismo de Laclau- al no poder ellos diferenciarse y renunciar de ese rol institucional, salvo que levanten la hipótesis falaz de distinguir una casta que está con los de abajo y otra a favor de los de arriba.
El creer que las necesidades de certezas las llenarán los “independientes” de la lista del Pueblo y que todo lo que era sólido y que se ha desvanecido, todo lo que ha dejado este enorme vacío se puede llenar con un lenguaje de significantes vacíos: la casta y la gente, el pueblo y la élites -el cual se puede calificar como un mero ejercicio semiótico- pero lejos de un marco de interpretación teórica y de respuesta a las necesidades de la sociedad chilena y que permita vincular virtuosamente desarrollo económico, ensanchamiento de la democracia, inclusión social, pluriculturalidad, sostenibilidad ambiental y descentralización territorial, es un espejismo.
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