No es frecuente que el pasado irrumpa en el presente y en el futuro. Menos, cuando tiene una edad de cuarenta años. Pues bien, es lo que ha ocurrido en estos días.
Algún observador lúcido, tal vez, lo podría haber pronosticado. Un pasado doloroso, encapsulado, soslayado y vergonzoso asoma, de pronto y con insolencia en diarios, revistas y programas de televisión. Pero más que eso, irrumpe en nuestras conciencias y en el diálogo cotidiano como si hubiera estado esperando, pacientemente, este momento.
En plena campaña corta de presidenciales –se espera– que el tema sea el futuro, los programas de gobierno, los cambios o la carencia de ellos. El capricho de la historia ha sido generoso, cambios de candidatos, bajadas previsibles y subidas apresuradas, renaceres, nepotismos, agachadas, corajinas y reproches, sonrisas despectivas, apoyos tardíos y disimulados aderezan el breve tiempo de las campañas.
Y entonces, cuando se han dado –creen– todas las respuestas imaginables, entra en escena Su Majestad, el pasado. Ha sonado la hora de las explicaciones, el imperativo de la identificación y la entereza, pero el aire se llena de balbuceos, yo siempre y yo nunca, mientras los más tímidos, que son a la vez los más sinvergüenzas, alegan ignorancia: yo no vi, no pensé, creí que y otras tantas excusas que, en tiempos menos apremiantes, funcionan con un mínimo de eficiencia y que en esta hora de verdades suenan como una cacofonía estridente y absurda.
Pero no, esta vez, la historia se ha tornado implacable. Los más despiertos optan, a la vuelta de cuarenta años, por un tibio perdón. Bien por ellos. Tarde, poco, insuficiente pero, al menos, algo. Los más lentos y opacos ejercitan un trasnochado golpe de porfía. Con más voluntad que inteligencia, estiman que no tienen nada de qué pedir perdón. Defienden con miopía cercana a la ceguera que todo estuvo bien, que las culpas están en el bando contrario, que sólo se trata de excepciones aisladas y comprensibles.
La sabia historia contempla el espectáculo con una sonrisa compasiva y casi misericordiosa. Las escasas encuestas disponibles, maquilladas y ocultas, indican con insobornable claridad el efecto en sus cifras.
Presentarse hoy ante la ciudadanía exige un acto de sinceridad. Yo estuve en esta posición, tuve tal o cual grado de participación y asumo la responsabilidad. Sin ello, las posibilidades de éxito son nulas. La justicia electoral, difusa, vaga, caprichosa y voluntarista se hace, a la vez precisa y exacta.
Pero no, esta vez, la historia se ha tornado implacable. Los más despiertos optan, a la vuelta de cuarenta años, por un tibio perdón. Bien por ellos. Tarde, poco, insuficiente pero, al menos, algo. Los más lentos y opacos ejercitan un trasnochado golpe de porfía. Con más voluntad que inteligencia, estiman que no tienen nada de qué pedir perdón.
Pero viene una segunda etapa. Superada –en primera o en segunda vuelta– la rutina de la elección, viviremos el momento de la verdad. Hay que cumplir con lo prometido, hay que asumir un gobierno que se ha anunciado como de cambios. Se va a gobernar en función de ellos, no en contra. No hay que evitar los conflictos, hay que mirarlos de frente. Queremos un país diferente, no este lodazal de engaños, de promesas falsas, de adulteraciones masivas de datos, de intentos de censos timados. Queremos saber quienes somos, los chilenos, además de cuántos. Cuáles son nuestras necesidades, nuestros sueños, nuestra identidad, nuestro futuro. Queremos una patria más justa, más cercana y más nuestra. Queremos participar, aportar y pertenecer. Queremos ser ciudadanos, no sólo consumidores.
Falta poco para esa mañana gloriosa del 17 de noviembre. Nos levantaremos temprano, recogeremos algún vecino , estaremos en la cola orgullosos y ansiosos de marcar, como aquel imborrable 5 de octubre, la línea de la dignidad y el reencuentro con la confianza y la solidaridad. Con el pasado como motor y no, como lastre. Con un arcoiris en la pantalla y como homenaje a los caídos. Y seremos muchos.
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Foto: Wikimedia Commons
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