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La feliz paradoja de la soberanía popular

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En Chile, desde el ascenso del primer gobierno democrático en 1990, tal como fue durante la vigencia de las constituciones de 1833 y de 1925, ha regido -bajo la influencia del constitucionalismo francés- una definición constitucional de soberanía que, en la actual constitución heredada de la dictadura militar, cuya versión reformada se encuentra hoy en el Decreto 100 de 2005, nos dice en su artículo 5°: “La soberanía reside esencialmente en la nación. Su ejercicio se realiza por el pueblo a través del plebiscito y de elecciones periódicas y, también, por las autoridades que esta Constitución establece”.


Una noción de soberanía popular que no degenere en “tiranía de las mayorías” no debiera residir en esencialismo alguno, sino contenerse en una república democrática, siempre abierta a reconocer la pluralidad de las identidades

Se trata de una noción de poder supremo cuya legitimidad no radica en el pueblo, sino esencialmente en la nación, entendida como cuerpo colectivo, compuesto por una identidad común, dentro del cual hablamos un mismo idioma y habitamos un mismo territorito. Y que este poder sólo es posible de ejercer a través de la voluntad de sus miembros individuales, el pueblo, por medio de la consulta popular y la elección periódica de sus representantes, como son el presidente de la República, el Congreso Nacional y otros órganos electos. Pero que también se ejerce por aquellas autoridades, elegidas o no, establecidas por la misma carta fundamental, como son el Poder Judicial y otras entidades públicas no electas.

Sin embargo, a partir de la reforma constitucional plebiscitada en 1989, el ejercicio de esta soberanía nacional “reconoce como limitación” el respeto y protección por parte del Estado de aquellos derechos consagrados por el documento constitucional, así como los derechos humanos protegidos por “los tratados internacionales ratificados por Chile y que se encuentren vigentes”.

Vale decir, que el ejercicio de ese poder alojado en la nación se encuentra limitado por el deber del Estado de respetar y proteger, por un lado, los derechos fundamentales garantizados por la Constitución y, por otro, los derechos humanos protegidos por tratados internacionales vigentes (no cualquier clase de instrumento supranacional) de los que la nación chilena forme parte a través del proceso legislativo de ratificación.

En cambio, el proyecto de la nueva constitución sancionado por la Convención Constitucional, mecanismo aprobado en el plebiscito de octubre de 2020, cuyos miembros fueron elegidos en mayo de 2021, y que fue rechazado por una amplia mayoría en septiembre de 2022, definió un concepto de soberanía radicalmente distinto: aquel poder que reside ya no en la nación, sino “en el pueblo”, pero no esencialmente en él.

La misma noción de soberanía se encuentra hoy en el numeral 1° del nuevo artículo 154 del Decreto 100, que establece las bases institucionales y fundamentales mínimas de la propuesta de la Nueva Constitución que se someta a plebiscito. Bases que, a partir de un acuerdo firmado por los partidos políticos en diciembre de 2022, fueron aprobadas por el Congreso y rigen a partir de enero del año en curso.

La norma dice: “Chile es una república democrática, cuya soberanía reside en el pueblo”.

No cabe duda de que tanto la voluntad de la fallida propuesta de la Convención como de las bases de reforma constitucional establecidas por el Congreso es la de sustituir el anquilosado concepto de soberanía nacional por una noción de soberanía que, si bien reside en el pueblo, no se aloja esencialmente en él, porque está contenido en la República Democrática.

¿Qué alcances puede tener una definición constitucional como ésta? Nada menos que la paradoja que sólo una forma republicana democrática de gobierno podría ofrecer con relación al ejercicio de la soberanía popular.

Que el Estado deba respetar y proteger los derechos fundamentales, conocidos en su acepción moderna como derechos humanos, y que éstos se constituyan como limitación infranqueable del ejercicio del poder político, cualquiera sea su origen y sus características, ha sido el histórico paradigma de la tradición liberal, que busca anteponer límites al soberano, sea éste democrático o no, en favor de la libertad de los individuos y las asociaciones libres. Libertad entendida como campo de acción individual exento de interferencia, llamada también “libertad negativa” o libertad respecto de.

Por otro lado, que la soberanía resida “esencialmente” o no en la nación y se ejerza a través del pueblo y sus autoridades, o bien, resida en el pueblo y se ejerza directamente por él, ha sido el histórico paradigma de la tradición democrática, cuyo anhelo es la participación de los individuos como ciudadanos por medio del sufragio universal en las decisiones colectivas o de gobierno. Se trata de una libertad entendida como posibilidad, como autogobierno de la sociedad, llamada también “libertad positiva” o libertad para.

Como se ve, la libertad individual y la soberanía, sea ésta nacional o popular, representan -en palabras del gran filósofo político Isaiah Berlin- “dos actitudes profundamente distintas e irreconciliables respecto a los fines de la vida”. Porque aún cuando la soberanía resida en el pueblo y ésta se ejerza directamente por él, democráticamente, su mayor poder de decisión conlleva una mayor restricción del ejercicio de las libertades y los derechos humanos fundamentales. Su ejercicio ilimitado, en consecuencia, “tan sólo desplaza la carga de la esclavitud”. La soberanía democrática, por sí misma, no impide que se pueda aplastar sin piedad a las personas, igual que la dictadura militar que nos impuso la actual constitución.

Y en sentido contrario, anteponer una barrera excesiva o ilimitada al ejercicio de la soberanía democrática ya ni siquiera favorece a las libertades y los derechos que nos pertenecen a todos por igual, sino exclusivamente al gobierno privado, a ese “laissez faire” económico por medio del cual, como dice Berlin- “los propietarios están autorizados a destruir la vida de los niños en las minas, o los patrones de las fábricas a quebrar la salud y el carácter de los trabajadores de la industria”. “La libertad total para los lobos es la muerte para los corderos”.

Es por ello por lo que Berlin, junto a otros destacados pensadores liberales del siglo XX como Raymond Aron, nos sugiere que deben establecerse compromisos entre ambos principios fundamentales, porque los dos “realizan demandas absolutas” y “no pueden satisfacerse completamente de forma simultánea”, no obstante que la satisfacción de cada uno de ellos “es un valor último”, con igual derecho a ser clasificados “entre los intereses más profundos de la humanidad”.

De ahí que para un liberalismo decente los derechos políticos o de participación en el gobierno deben ser valorados como medios para la protección de la libertad individual o “negativa”. Y ello es posible en la medida que la democracia sea también concebida como una república, entendida no solamente como ejercicio popular de la voluntad soberana, sino también como responsabilidad del poder público ante los gobernados.

Por ende, una noción de soberanía popular que no degenere en “tiranía de las mayorías” no debiera residir en esencialismo alguno, sino contenerse en una república democrática, siempre abierta a reconocer la pluralidad de las identidades, especialmente aquellas que han sido desplazadas de la nación chilena, como dramáticamente les ha ocurrido a nuestros pueblos originarios; la igualdad como inclusión de los llamados grupos vulnerables, como los extranjeros o las minorías sexuales; y, sobre todo, la expansión de los derechos humanos fundamentales, no solamente de libertad civil y política, sino de aquellas “condiciones de existencia” que demandan del Estado, como dice el legendario Peces-Barba, “participación en la esfera cultural y económica del poder”, los denominados derechos económicos, sociales y culturales, así como los derechos medioambientales y de paz social.

No por casualidad el célebre escritor mexicano Octavio Paz, fallecido hace un cuarto de siglo, dijo que “la democracia no es una superestructura: es una creación popular”; y por ser justamente una creación popular, proveniente del imaginario social, ¿no es el propio ejercicio de la soberanía popular, el denominado Poder Constituyente, quien decide el contenido y el campo de acción de sus derechos fundamentales en el marco de una forma republicana y democrática de gobierno?

Tal es la feliz paradoja de la soberanía popular en una república democrática. Bienvenida.

TAGS: #Libertad #Soberanía Popular

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