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La ética política de Bachelet

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Michelle Bachelet es un personaje extraordinario en Chile. No hay duda. Su ascenso a la alta política, a la de los ministros y presidentes, fue tan sorpresivo y novelesco como su propia historia personal. Hija de un general allendista torturado, presa política, ex RDA, ministra, y primera mujer Presidente de Chile. Toda una vida de luces y sombras, que tendrá seguramente como corolario, un segundo gobierno.

Sin embargo, los últimos debates presidenciales han puesto en evidencia lo que en la otrora nueva joya de la Concertación eran sólo prejuicios y conjeturas apresuradas. En 2005, cuando Michelle irrumpió en la carrera presidencial, quebrando el tradicionalismo electoral de los resabios del NO, sus vacilaciones y torpezas se mezclaban, y contrastaban, con su carisma y su entusiasmo renovador y único. Era algo así como un Golborne de izquierda, pero con una conexión cuasi espiritual con el votante. Entonces, todo se le perdonaba.

Ahora, la situación es otra. A pesar de la abrumadora mayoría electoral que tiene en sus bolsillos, ya no es la novedosa apuesta del socialismo renovado como en 2005. Los otros candidatos lo saben, y frente al descalabro electoral que se les aproxima, tímidamente le han reclamado al país más rigurosidad en advertir y castigar sus indefiniciones y radicales volteretas conceptuales. La candidata habla y luego se desdice, responde y luego corrige eliminando la respuesta. O en otras ocasiones, las peores, simplemente no habla. Lo que a simple vista podría atribuirse a un problema de coordinación entre mundos que están obligados a tocarse (pero se tocan desde lejos, como la DC y el PS), o una excesiva complejidad temática, a mi juicio es manifestación de algo mucho más profundo y poco hablado hasta ahora: su ética.

Veamos. No hablo acá de ética personal. Sus juicios morales en lo que respecta a su vida íntima y familiar escapan a esto. Me refiero, por el contrario, a su ética política. Aquella que le correspondería tener dada su otrora y futura eventual investidura. La ética de que se vale un jefe de estado, un estadista, para entregarle al país que gobierna (o aspira a gobernar) una visión, un juicio, un profundo diagnóstico intelectual acerca del hombre y de la sociedad. Hablo de la capacidad de abstracción. El ejercicio de utopizar con los pies en la tierra (o fuera de ella). La ética de Allende, Frei M., o de Aylwin, que con lucidez (unos más que otros) intentaron delinear un proyecto de sociedad, juzgando con determinación aquello que consideraron bueno o malo para el futuro de Chile.

Michelle, sin embargo, está muy lejos de esto. Ella fue, fríamente, un “experimento electoral”. Sí, eso y no mucho más que eso. Me explico. En 2002, cuando Lagos la invitó a ser la primera mujer ministra de defensa, el destino le tenía reservado un momento que pasaría a ser un símbolo de la consolidación democrática y ¡Cómo no! de su carrera: ella, una mujer, arriba de un tanque. Las Fuerzas Armadas, que antes persiguieron y se enfrentaron a los suyos, ahora le obedecían y respetaban. Luego de esto, la presidencial venía por añadidura. Su gobierno, en cifras duras, pasó sin pena ni gloria, y su legado político fue un estrepitoso cambio de rumbo para el periodo siguiente: un gobierno de derecha. A pesar de esto, entregó el poder con una popularidad inédita, cercana al 84%, cuestión que indudablemente le serviría para otra ocasión.

Así, en estos nuevos tiempos, cuando el nivel de desafección de la ciudadanía con el mundo político tradicional es gigantesco, y los movimientos sociales han puesto en el centro del debate asuntos que ponen en jaque la roída democracia post dictadura, era el tiempo para que ella volviera. Y volvió, pero ahora como una “herramienta electoral”. A todos les sirve. La Concertación necesitaba un puente que los conectara de nuevo con la ciudadanía movilizada, y Michelle era la carta bajo la manga. Era la hora crucial, para que dejara su vida en Nueva York, y llegara a ganar las elecciones sin mucho trámite. Ella sería la líder del nuevo Chile, que sin hablar mucho, encantaría a las personas con su inagotable carisma. Sin embargo, ella nunca habló antes de educación gratuita, de grandes reformas tributarias, ni menos de asamblea constituyente. Estos temas, propios de la nueva generación estudiantil y política, claramente no son sus ideas. La proyección del disgusto visceral por el sistema político y económico, que se ha transformado en consignas, son ajenas a la figura de la ex Presidenta. En otras palabras, llegó a Chile con la simple y efectiva “política del rastrillo”, recogiendo cuidadosamente lo que otros pensaron y repiensan sobre el futuro de Chile, y dejando en el camino la basura y el polvo (las viejas ideas, que espantan a todos). Pero hay un problema de fondo: ella no es el sustrato intelectual del proyecto político que lidera. No es la escultora que está detrás de la creación. Su liderazgo no parte de la cabeza, sino del conteo de votos y la predictibilidad de las urnas.

Sus planteamientos e intervenciones a lo largo de estos meses de campaña, fueron, son y serán muy desafortunados. Y se explica, porque ella no es una verdadera estadista, nacida y criada para engendrar y conducir un proyecto político complejo. Es, en cierta manera, la “anticaudillo”. Nadie sabe en qué cree y en qué no. Su programa, por consiguiente, es una proyección de esta total ambigüedad personal. En él, no se estructuran concepciones valóricas determinantes, sino que éstas se diluyen en convenientes comisiones para debatir y analizarlo todo. La candidata se reserva en todo momento el derecho de opinión, eludiendo el fondo con alusiones sacramentales a la necesidad del diálogo. Diálogo, que por supuesto, ella no encabeza, y que le permite permanecer siempre equidistante de los extremos.

Profundas transformaciones al sistema político y social sólo podrían tener cauce a través de una inmensa máquina de votos como Bachelet. Aunque no lo sepa, ella es simplemente un instrumento de otros para llegar al poder. Unos para volver a ocupar los sillones del salón Montt-Varas, otros para cambiar Chile y su africana desigualdad.

Paradójicamente, ella es la única con la capacidad de aunar sectores que fuera del binominal no se juntarían nunca. Su falta de ideologización  y profundidad reflexiva contrastan con su monstruosa popularidad electoral. La nueva mayoría lo sabe. Los dirigentes estudiantiles lo saben. Profundas transformaciones al sistema político y social sólo podrían tener cauce a través de una inmensa máquina de votos como Bachelet. Aunque no lo sepa, ella es simplemente un instrumento de otros para llegar al poder. Unos para volver a ocupar los sillones del salón Montt-Varas, otros para cambiar Chile y su africana desigualdad.

Esa es Michelle. Quizás su propia biografía, sus características personales, o su excesivo carisma y conexión humana con la cotidianidad de los gobernados, la hacen incapaz de subirse al podio de los estadistas. ¿Cómo hacer suya la ética política de sus hermanos mayores? Complejo. Para ella, comprometerse con una visión de país y de sociedad más allá de las encuestas, sacrificando abrazos y besos, es una cuestión imposible. ¿Cómo podría haber ella cambiado la alfombra roja que la esperaba a su regreso, por la vanguardia del pensamiento crítico y la fatigosa reflexión social? Seguramente no pudo, ni quiso. Es más, pienso que no podría haber sido de otra manera, pues Michelle, como otros antes, forma parte del selecto grupo de figuras políticas que aparecen cada cierto tiempo en la vida de los países. Nacen para ser el puente por el que otros cruzan el camino, aunque destinados a convivir siempre con la amarga incertidumbre de quedar muchas veces ellos mismos atrás.

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Foto: Michelle Bachelet / Licencia CC

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2 Comentarios

César Maturana P.

buena columna me acorde de LUIS XVI de Francia, un rey totalmente falto de carácter, peón de su corte, sus nobles y de su reina. Del cual se espero mucho más, pero que termino sus días en la guillotina

Alex Eduardo Olivares Villablanca

Buen diagnóstico de la personalidad de Michelle, excelente radiografía de su pasado y presente; pero tendremos que esperar cuatro años para saber si es acertado el pronóstico futuro y se cumple tal cual se vaticina o profetiza.