Las pretensiones de Bolivia a una salida soberana al mar, no son nuevas. Durante el gobierno militar, y el gobierno de Bachelet, existieron posibilidades reales de una salida al conflicto o por lo menos, los intentos más cercanos de los que se tenga memoria. Sin embargo, las intenciones de buena voluntad por parte de los países se vieron truncadas, y para el gobierno de Morales, el cambio de gobierno en Chile no representaba ninguna opción ventajosa respecto de una materialización de la demanda marítima.
El tema del mar con Bolivia es mucho más complejo que el conflicto con Perú, puesto que lo que se encuentra en discusión con el gobierno de Morales es una salida soberana al mar, y no unos kilómetros más o menos de océano, como es el caso con Perú. A pesar de que estratégicamente, resulta muy conveniente para Perú obtener más kilómetros de mar.
Y es que hablar de pérdida de soberanía, además de ser complejo, pone los pelos de punta. En muchos sectores de la clase política y de la sociedad, la idea suena a entreguismo puro. Peor es si hablamos de voluntades, puesto que ningún gobierno de la Concertación se quiso hacer cargo de aquella mochila, sólo con Bachelet algunos nos emocionamos en cierta medida, con el diálogo constante, fraternal y recíproco que tenían ambos gobiernos a nivel de mandatarios, pero finalmente no salió humo blanco y volvimos donde mismo. Paradojal sería el plan de Pinochet y el famoso “corredor”, ofrecido a Hugo Bánzer en el “acuerdo de Charaña”, el cual pasaría entre la frontera de nuestro país con Perú. Un gobierno dirigido por militares entregando espacio territorial del propio país no suena muy lógico para muchos.
El resto es cuento viejo. “El candado” que posee Perú, como cláusula del tratado firmado con Chile, que le otorga la capacidad de vetar o aprobar en cualquier materia que involucre lo que antes era considerado suelo peruano, fue uno de los factores decisivos que impidió una salida al mar para Bolivia por un corredor entre la frontera de Chile con Perú. Esta negación del Perú se debe primordialmente a los intereses que hasta el día de hoy tiene. Estos intereses no se relacionan con la controversia del hito 1, que está en disputa actualmente en la Haya, sino que, hacen referencia a la histórica pretensión reivindicadora del Estado peruano de recobrar su “estrellita del sur”: la ciudad de Arica.
Es sabida y conocida la profunda herida que produjo para el Perú la pérdida de Tacna y Tarapacá. Ello ha valido para que políticos del Perú, a lo largo de la historia, esparzan por la sociedad un discurso antagónico contra Chile, del tipo reivindicatorio. Y no se les culpa, puesto que una guerra, como fue la del Pacífico, sólo trae miseria para quien se involucra en ella. Es cuestión de revisar la historia, por más oculta que ésta se encuentre. O darse el tiempo de investigar las políticas de Estado que se implementaron en el norte, durante el proceso post guerra, enmarcado en lo que se conoció como “chilenización de Tacna y Arica” de cara al plebiscito que se desarrollaría en las ciudades, con la finalidad de que la gente decidiera el destino de la ciudades: para Chile, o para Perú. El resultado fue un desastre: tropas chilenas arrasaron con centros sociales, capillas, con la poca administración estatal que quedaba en la zona – poblada en su mayoría por peruanos-. Hablamos de una matanza con la finalidad de equilibrar el número de habitantes para que las ciudades quedasen al mando de Chile. El nombre del Almirante y General Patricio Lynch quedó como un símbolo de la tiranía chilena en tierras peruanas.
Si se comienza a revisar estos antecedentes que parecen estar enterrados, es posible entender de cierta forma, la génesis de una odiosidad mutua, que responde claramente a un problema de carácter cultural. Principalmente, porque es la sociedad la que ha sido arrastrada a un conflicto que se inició por un choque de intereses comerciales y que, por responsabilidad, ni siquiera le compete.
Siguiendo esta línea, fue la ignorancia popular, el poder de convencimiento y sometimiento de la elite, lo que llevó a la sociedad a tomar parte en un conflicto del cual sólo se puede decir que son víctimas. Digo esto a razón de varios factores determinantes de la odiosidad entre los países: i) las tácticas de reclutamiento para alistar al pueblo a la guerra, que iban desde una falsa exaltación patriótica, entrega de ropa y 6 pesos, lo que llamó la atención de los más desposeídos, reclutamiento forzoso de presos y de ciudadanos (después de las 10 pm quien fuera visto en la calle era reclutado), trabajadores de fundo, campesinos y mozos; ii) aprovechamiento político apelando al “patriotismo” exaltando el nacionalismo de forma abusiva para sortear problemas internos, o para obtener legitimidad; y iii) la instauración de un deber ser similar a la lógica europea, contraponiéndose a la cultura indígena de la región, desatendiendo los problemas, realidad y limitaciones propias.
En síntesis, sería interesante sentarse a reflexionar ¿de qué hablamos exactamente cuando escuchamos, o nosotros mismos nos referimos de forma apresurada, al problema con Bolivia y Perú? ¡No a una salida al mar para Bolivia! Menos para Perú; “ganamos” la guerra; toda una gama de bromas de mal gusto y epítetos peyorativos contra peruanos; bolivianos; colombianos; y en el último tiempo haitianos. Queda en evidencia un menosprecio racial, al color de piel, vemos un “negro” en la calle y es pobre, limosnero, indocumentado, y nos da inseguridad. Vemos a un rubio y nos brinda seguridad, le miramos y queremos hablarle, es sinónimo de progreso, aquel progreso que una vez, hace mucho tiempo atrás, unos pocos decidieron imponer. Ese “progreso” que nos llevó a una guerra cultural contra nosotros mismos.
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