La renovación de las dirigencias políticas es un proceso nada de fácil y, quizás, imposible de conseguir bajo las normas y los comportamientos de la democracia y sociedad chilenas. En el caso extremo de la derrota electoral del gobierno militar, no se produjo una participación política destacada de aquellas capas sociales que estuvieron excluidas y que realizaron, in situ, una sistemática oposición a dicho gobierno. Ello había dado origen a un potente liderazgo político, masivo y popular. No obstante, el liderazgo político del retorno a la democracia fue el de la década de los 60’ y primeros 70` que había participado de los gobiernos de Frei Montalva y de Allende y de los Parlamentos de la época.
El movimiento popular, durante los 17 años del gobierno militar, se organizó en numerosas organizaciones: sindicatos; juntas de vecinos; ollas comunes; ONG´s de estudio, de capacitación y de solidaridad; en las llamadas organizaciones económicas populares; en las comunidades cristianes de base; etcétera. Ahí se generó un multitudinario liderazgo popular, cuya expresión más dramática fueron las decisivas protestas callejeras en contra de la dictadura, pero cuya actividad fue cotidiana. Eran tiempos en que se manifestó una sociedad civil variada y potente que, con la llegada de la democracia tendió, extrañamente, a desaparecer, para dar paso a una excluyente sociedad política. Porque, hay que decirlo claramente: mientras gran parte de la dirigencia política estaba en el exilio, aquí, al interior del país, la esperanza popular no se dejó abatir.
¿Qué pasó con estos líderes populares? No conocemos respuesta alguna de parte de los partidos a este interrogante. Queda claro que se impuso la “ley de hierro de la oligarquía” del sociólogo alemán Robert Mitchels. Al paso del tiempo surgieron algunos nuevos rostros en la política tanto en la derecha como en la izquierda, frecuentemente familiares de dirigentes políticos, aún vigentes. El Poder Político reside hoy, tal como en el Chile premoderno, en unas pocas familias de derecha y de izquierda, de clase alta y de clase media alta, algunas de las cuales vienen mandando este país por más de una centena de años. Esta falta de renovación ha significado una cuasi captura de parte de ciertos individuos y familias de los más altos cargos del Estado. Entre otras varias consecuencias de ello, la transparencia en las decisiones de los partidos y los gobiernos fue y es escasa. Esta es, sin duda, una de las mayores deudas de nuestra democracia. Ello explica, en parte, las dificultades de la Concertación que la llevaron, por último, a la derrota.
La política de paridad entre hombres y mujeres en el ministerio de la Presidenta Bachelet fue una innovación que podría haber variado, en parte, esta conducta. Pero el porfiado cuoteo partidista fue causante de no pocos problemas para la Presidenta. El campo de reclutamiento de los altos funcionarios ha estado reducido a la élite política, quedando fuera de dicho campo amplios sectores sociales.
Las elites, tienen su soporte en el poder económico; en el poder y las relaciones políticas; en los vínculos familiares, de amistad y asistencia mutua. conforman en Chile otra sociedad, distante y distinta a la sociedad conformada por el hombre común. Viven en barrios segregados, sus hijos van a colegios especiales. A vía de ejemplo se puede señalar al Saint George’s College de la Congregación de Santa Cruz (C.S.C.) de los Estados Unidos. No es raro, entonces, que varios de ellos sean adalides de la política de los consensos, aún en el corsé de la institucionalidad heredada del régimen militar.
La vía más importante que determina la pertenencia a la élite política es, naturalmente, la familia. En un reportaje el diario “La Tercera” detectó los treinta clanes familiares más numerosos del Parlamento. Ahí señala, por ejemplo, que la familia Larraín ha tenido desde el 1900 al 2006, 54 parlamentarios y 91 años presentes en el Congreso. La familia Errázuriz, 36 parlamentarios y 89 años de permanencia. La familia Valdés, 31 y 87. Los Vicuña 31 y 74 años. (La Tercera; Santiago: 4 de mayo de 2008, pp. 16-17).
El estilo de vida de la élite tiende a imitar al de los ricos de los países desarrollados. Adoptan modas, valores y bienes según su percepción de la elite internacional. Si pudiésemos medir el poder social, político, económico y cultural, es obvio que la transición chilena no significó que los sectores pro dictadura de la élite (gran mayoría) perdieran su poder. Su ausencia del Gobierno la compensaron con su presencia en el Parlamento y en las grandes empresas, incluyendo Universidades creadas por ellos. Estas personas y los estratos sociales correspondientes quedaron, y siguen estando, fuertemente asentados en la sociedad, en la economía, en la institucionalidad política y en los medios de comunicación. A su vez, desplazada la élite de la Concertación del gobierno, sus prohombres se han ido a los directorios de grandes empresas y a otros altos cargos del sector privado, o de organismos internacionales.
No es raro, entonces, que la sociedad chilena siga siendo una de las más conservadoras de la región y corra el riesgo de ser comparada con culturas fundamentalistas ajenas a la tradición racionalista del mundo occidental.
En cuanto al conservadurismo valórico, se constata que no se ha producido un cambio significativo en la cultura oficial. Todavía existe la necesidad, pero en muy pocos la voluntad, de luchar por una sociedad civil culturalmente más libre, menos sometida a los valores tradicionales de los grupos dominantes en nuestra cultura. La laicidad es un valor de la modernización que no ha penetrado en Chile. Lo anterior se ve reflejado claramente en la mentalidad de muchos políticos. Actúan en la vida pública, al interior de las instituciones políticas del Estado, de acuerdo con sus convicciones religiosas en desmedro de una realidad social con vidas humanas en peligro o situaciones riesgosas para grandes sectores de población. No distinguen sus creencias de las políticas del Estado. El dominio cultural del conservadurismo persiste por la no renovación de la élite dirigente.
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manuel-barrera
Sr Peón:
En parte me parece , en parte no.
Lo que pasa es que el liderazgo político existe (bueno, malo, merecido o no). Siempre hay gente que está «arriba» y gente (la mayor parte) que está en posición secundaria.
Comparto que las ideas son lo principal. Sin embargo, quienes las ponen en práctica (auténticas o distorsionadas) son los dirigentes.
La utopia de una sociedad sin dirigentes se ha puesto a prueba sólo en grupos pequeños.
Saludos.
peon
Simplemente no hay espacio para nuevos líderes políticos, ya que lo que hay es usualmente más de los mismos cuenta cuentos que se escudan en el sistema político existente para perpetuarse y perpetrar lo que hacen…
Por otro lado, no se requieren precisamente líderes políticos, sino que espacios de debate y consenso de ideas que luego hacer realidad, es decir, una democracia mucho más efectiva…
Los líderes son sólo un mito innecesario, lo que importa son las ideas, las razones, las justificaciones, las soluciones a los problemas, el debate, la consciencia de que las ideas colectivas son más fuertes que las ideas individuales de cualquier supuesto líder…
Supongo, sin embargo, que esta postura jamás la avalará nadie que tenga una pretensión política, porque, como ya sabemos, los políticos ejercen «sus estilos de liderazgo», aunque yo no entienda que diantre pueda significar semejante clase de voladera de luces…
De hecho, al pueblo le interesa vivir en una mejor sociedad y podría apostar que si esa sociedad ya la tuviésemos construida, a nadie le interesaría quién gobierna el país, o «quién lo lidera»…
¿No te parece?…
Ah, sí, por su puesto, no te parece…
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