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La cocina de Zaldívar, la democracia de pactos, la falsa democracia

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Hace unos días el senador Zaldívar nos regaló una frase digna de ser recordada: “no todos pueden estar en la cocina”. Al contrario de lo que pudiesen pensar algunos, esta afirmación no es un accidente comunicacional, un mero desliz de lenguaje popular, sino al contrario, es la síntesis concentrada de todo un modelo teórico de gobierno que se impuso en chile durante la “transición” y que aún se haya plenamente vigente, e inclusive, con más fuerza que nunca.

Con el fin de los 17 años de dictadura, el país retorna al sistema democrático, sin embargo, debemos hacer notar en primer lugar que esta nueva democracia no es, en absoluto,  la misma democracia previa al golpe y que fue destruida por los autoritarismos militares, sino que, al contrario, conforma un sistema radicalmente distinto.

Esta “nueva democracia” ha sido denominada por alguno intelectuales nacionales, como Raúl Ruiz, como “democracia elitista”, en contraposición con la democracia “social”, que habría prevalecido en épocas anteriores del país.

Dentro de sus características más importantes es que ésta se desvincula, se “autonomiza” de las cuestiones sociales y económicas tan importantes  para la sociedad en las décadas anteriores, para  pasar a centrarse exclusivamente en la esfera de lo político, entendido aquí como la competencia por el poder que se realiza entre un conjunto de organizaciones como, por ejemplo, los partidos políticos.

Este cambio de enfoque, guarda relación con un concepto fundamental que legitima el nuevo sistema, este es el concepto del “pacto”.

El concepto de pacto, tiene su origen en una interpretación conservadora del golpe militar, sostenida por ciertos historiadores y pensadores, como Gonzalo Vial, Mario Góngora o Foxley, entre otros, los cuales señalan que el quiebre de la democracia es producto de la participación en el gobierno de una masa social fuertemente ideologizada y polarizada, la cual, ignorando las alianzas necesarias, buscó imponer sus posturas mediante cambios sustanciales al modelo económico y social, lo que, debido a la heterogeneidad de la sociedad chilena, provocó la desestabilización que desencadenaría en el “quiebre institucional». Además, estas perspectivas indicaban que para retomar la democracia, sería necesario evitar a como dé lugar, una democracia por mayorías, en las cuales el gobierno de esas mayorías pudiese significar una dictadura de sus ideologías en desmedro del pensamiento de los grupos minoritarios. Por el contrario,  conveniente sería establecer un nuevo modelo, que se base en el consenso y en el que prime el acuerdo por sobre la confrontación

De este modo, el llamado pacto, será un conjunto de disposiciones que serán transadas y acordadas entre los dirigentes de los diversos partidos políticos de la transición, quienes buscarán limitar al máximo el número de opciones políticas, por un lado, junto con distribuirse de forma proporcional los beneficios derivados del uso del poder. A su vez, procurando restringir cuanto sea posible la participación de extraños en la toma de decisiones. Estas disposiciones quedarán registradas en diversos documentos como, por ejemplo, el “Acuerdo Nacional” del año 85, o las “Bases de sustentación de la democracia” del año 86. A cambio de esta serie de transacciones mutuamente beneficiosas, los partidos políticos renunciarán a movilizar a las masas o a buscar intervenciones militares futuras.

Así, se configura el aspecto central de la nueva democracia  que  es la conformación de una suerte de “cartel de élites” partidarias, que ocuparán rotativamente los cargos de poder y que se separarán de la gran masa pasional y violenta de forma definitiva, buscando que estas tiendan a desideologizarse y por ende, a desmovilizarse con el tiempo. No habrá grandes marchas oficialistas ni llamados a la concientización de clases, el pueblo no volverá a estar en la toma de decisiones porque la paz y la estabilidad son cosas de pocos, o como diría Zaldívar, “no todos pueden estar en la cocina”

Es decir, las mismas fuerzas que forzaron el proceso de democratización, resolvieron no competir entre sí en una primera etapa, acordando la gradualidad en la transferencia del poder y la postergación de toda reforma estructural, así como propiciarán el establecimiento de instituciones que hagan improbable que una decisión, sea cual sea, pueda volver a ser muy perjudicial para un grupo poderoso, aunque este sea minoritario. En consecuencia, los partidos abandonarán el sistema de mayorías simples y optarán por formar grandes coaliciones como la Alianza y la Concertación, las cuales sólo tomaran decisiones de carácter unánime, sumado a los altísimos quórums contramayoritarios exigidos para las reformas constitucionales, instituyendo así una especie de veto de minoría, que le permitirá a los grupos minoritarios oponerse constitucionalmente de manera efectiva a las decisiones mayoritarias.

Este poder resultará particularmente atractivo para los empresarios, quienes por definición son minoría, ya que les permitirá salvaguardarse de medidas que puedan perjudicar sus intereses. Esto en la práctica significa optar por un gobierno que sobrerrepresenta a las minorías, en vez de que haya una alternancia total en el poder con gobiernos de mayoría que excluyan a las minorías.

A estas disposiciones se suma otro acuerdo fundamental dentro del sistema elitista: el establecimiento de un respeto irrestricto al derecho de propiedad privada y al sistema de economía de mercado, el que desde ahora, operará en un terreno prácticamente autónomo en el cual el Estado se limitará a asumir un rol mínimo, entregando a las leyes de oferta y demanda muchos de los servicios públicos más importantes.

Como se comprenderá, con respecto a este sistema se han formulado numerosas críticas, las cuales han cobrado fuerza pública en nuestro contexto actual de movilizaciones sociales.
En primer lugar, observarán que en nuestro sistema de democracia elitista resulta en extremo problemático otorgar, como lo hace, un protagonismo casi exclusivo a las élites en las explicaciones y en las consideraciones normativas, puesto que los compromisos de la clase política, que buscan asegurar la estabilidad y la racionalidad,  y penalizar los conflictos y el disenso, representan una amenaza cierta para el desarrollo de un espacio público activo y deliberativo y, en definitiva, para la política misma, que requiere la constitución de sujetos e identidades colectivas, de un “nosotros”, que exprese las distintas opciones que se desarrollan a partir de una división social que ninguna política del consenso puede eliminar o negar.

Además, esta negociación de las élites como vía para la paz social, conlleva necesariamente la marginalización de la expresión política de los conflictos sociales y económicos, los cuales son vistos como fuentes de violencia, división e irracionalidad.

En medio de los aletazos del poder que se siente amenazado, sólo nos queda a los ciudadanos tomar una actitud profundamente vigilante y escéptica, y alzar la voz (ahora si podemos) contra los nuevos pactos y las nuevas élites.

Por otro lado, la sobre representación de las minorías sociales en las decisiones políticas, esta especie de veto de la minoría del cual hablábamos, es una institución esencialmente conservadora, y que confunde un rasgo propio de la democracia como es el respeto a las minorías (y la posibilidad cierta y siempre abierta de que estas se transformen en mayorías) con el co-gobierno de las minorías, lo cual viola un principio básico de la democracia, este es, el principio de la igualdad, pudiendo constituir mecanismos antidemocráticos que busquen crear un contrato socio-económico y político que desmovilice a los representantes de las masas, a la vez que definen el futuro grado de participación política de todos los actores de la sociedad.

Por esta razón, y a pesar de que la mayoría del país pueda tener concepciones compartidas sobre educación, valores, salud y derechos sociales, ninguna puede expresarse efectivamente en el Congreso, ya sesgado por un sistema binominal que impide el ingreso de independientes, y sujeto además a la denominada lógica de los consensos, la cual se justifica en la supuesta “estabilidad” institucional, aunque conviene preguntarnos: ¿por qué estaríamos interesados en conservar leyes que la mayoría estamos de acuerdo en cambiar? ¿es esa estabilidad más valiosa que la democracia?

Se trataría entonces, de métodos antidemocráticos de construcción de la democracia, fuertemente conservadores, es decir, que tienden a perpetuar el estatus quo, ya que el conjunto de reglas acordadas, que en un comienzo contribuían a la supervivencia inicial de la democracia, limitando acciones violentas u otras circunstancias impredecibles, en la actualidad, constituyen las principales barreras que impiden la futura auto transformación democrática de la economía, el gobierno y la sociedad, permitiendo solamente transformaciones graduales y superficiales a las profundas desigualdades y, por ende, fomentando el desencanto de la población por el sistema de gobierno, la cual ve frustrados sus diversos anhelos respecto a la conducción del país.

Sin embargo, no debemos caer en el error de pensar que esta frustración constituye algo negativo para el sistema, sino al contrario, se trata de un desencanto intencionado, que es buscado por las élites puesto que estigmatizan a la “masa” como la responsable de la crisis del 73.

Es decir, estamos inmersos en una democracia que se constituye plenamente en el preciso momento en que el pueblo deja de ser soberano. No debemos sorprendernos entonces, del elevado desinterés de la juventud y los chilenos en general respecto a la administración pública, donde todo parece estar determinado de antemano por una clase política impermeable.

Esta apatía con la institucionalidad, genera y generará una profunda crisis de legitimidad, que se verá acentuada por los efectos del modelo neoliberal no revisado que se desarrolla desde el golpe sin limitaciones en el país, y que es un elemento importantísimo de continuidad entre las democracias surgidas producto de la transición y las dictaduras que, supuestamente, venían a reemplazar.

Un caso curioso enmarcado en este tema es la baja participación electoral en las elecciones municipales pasadas junto con el estreno del voto voluntario. Al parecer, deja en evidencia la ilegitimidad del sistema, y ya son varias las voces que abogan por el retorno al sistema obligatorio, aludiendo al deber cívico, la flojera del chileno y el transporte público entre otras justificaciones dispersas para negar el hecho de que las personas ya no confían en la capacidad de la democracia de pactos para resolver los problemas sociales.

Por todo esto, actualmente es imprescindible, que a pesar de un proceso de transición que ha tenido varios éxitos políticos indiscutibles, es necesario reorientar y encaminar este proceso hacia una nueva etapa, en la cual se amplíe la legitimidad y la participación de los ciudadanos, obteniendo una representación efectiva en la toma de decisiones, y sobre todo, en la que se reconozcan y consagren una cantidad creciente de derechos económicos y sociales intransables que sirvan de límites para el modelo de mercado avasallador, y protejan a las personas de los abusos e inequidades que puedan derivar de él.

El panorama, en todo caso, no es para nada auspicioso. Las élites no están dispuestas a renuncias a su monopolio, y si lo hicieran, solo será de una manera superficial y camuflada. Los cambios al sistema binominal requieren necesariamente el aumento del número de legisladores, a fin de que los habitantes estén representados en proporciones similares. No sorprende entonces que desde la derecha aparezca una oposición con tintes de populismo, que reza algo así como “no es necesario gastar más recursos del Estado, hay que ahorrar”, lo cual, a todas luces es un simple juego de palabras para oponerse a una reforma que no les será conveniente. La respuesta del bando contrario no es menos absurda, llegando a afirmar que se deberá “ahorrar en cafés, apagar las luces y recortar personal” como si un precio extra por tener una mejor democracia fuera un derroche para el Estado.

Ni hablar de la reforma constitucional. Nunca en la historia se ha realizado una constitución de modo democrático, en la cual sea la nación soberana la que elija a sus representantes para la redacción de la misma, esta vez no parece que vaya a ser la excepción.

En medio de los aletazos del poder que se siente amenazado, sólo nos queda a los ciudadanos tomar una actitud profundamente vigilante y escéptica, y alzar la voz (ahora si podemos) contra los nuevos pactos y las nuevas élites.

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3 Comentarios

bruno.campos.1650332

Que acertada y asertiva columna, ilustra de manera completa el temor de quienes piensan seriamente la democracia, precisamente no como un antro del acuerdo no púlico. El debate y el disenso nos lleva de verdad a la real política.
La mal llamada nueva mayoría nos trae un compendio de prscticas heredadas de la vieja concertación.

Alberto Arias Muñoz

Es una buena descripción de la segunda parte de la novela después del Golpe. Es ridículo pensar que la Concertación iba a dejar pasar la oportunidad de llenar los bolsillos a toda su gente. Hoy unos pocos Empresarios y la Clase Político ha «crecido» económicamente, formando «Feudos Políticos» con varios apellidos no muy ilustres, pero que en el futuro se dirá que «siempre fueron ricos». Pero, no coincido en eso de «ahora si podemos», ya que cualquier marcha, toma u otra medida está amenazada hoy con la Ley Antiterrorista. Para eso se hicieron unos atentados, los cuales han coartado cualquier intento de las masas de ir por lo que pertenece. Ah!!!! y estamos con la misma Presidenta que declaró a los Mapuche como «Terroristas» sólo por querer recuperar de lo que ancestralmente son dueños. Con esto no me refiero, a que quieren recuperar todo Chile, Sólo las tierras usurpadas para el Golpe de Estado, que son varias hectáreas.

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