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La cobarde costumbre de postergar

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El país está viviendo un proceso que bien merece el nombre de crítico. Una etapa en la vida de las naciones en la que ésta se encuentra con todas sus contradicciones. Ya dilucidarán los analistas de la historia por qué ocurre este fenómeno en durante el gobierno actual. Se dirá probablemente que se trata de una profecía autocumplida por haberse definido tan ruidosamente por el cambio. Otros apuntarán, tal vez, a la poca coherencia entre sus integrantes o al hecho de haber recurrido en claros excesos al momento de pronunciar promesas a diestra y siniestra. Loa más pragmáticos lo explicarán por la persistente caída en errores de oficio o de imprudencia en el tratamiento de los cánones que rigen la política. En fin, habrá mil explicaciones, todas válidas, aunque parciales.

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El fondo del asunto es que el país debe responder, de súbito, todas las cuestiones que hemos postergado durante , al menos, ochenta años. Éste es un plazo discrecional y arbitrario, porque la historia se encadena como un tejido de aciertos  y errores ligados a hechos fortuitos y naturales.

Terminados los gobiernos radicales, cuyos aciertos en materia de educación y progreso industrial recién ahora se valorizan perdimos la brújula y el norte con un intento sin futuro como el de Ibáñez, que pavimentó el camino a un gobierno de derecha que pasó sin pena ni gloria al olvido, demostrando que no sirven los eslóganes vacíos de orden y austeridad. El gobierno de Frei M. intenta el avance  con la reforma agraria y la organización social que, sin embargo son insuficientes para contener las ansias de cambios más profundos  y radicales que llevaron al poder a la Unidad Popular con Allende.

Después de mil días frenéticos, el país cae en la más tenebrosa de sus etapas, que dura diecisiete años y que nos han marcado profundamente. De ella salimos porque pudimos percibir claramente cuál era la razón principal de nuestra lucha, que postergaba todas las demás: deshacernos de la dictadura.

Los veinte años de la Concertación son objeto de alabanzas y críticas, a la vez. Lo que es justo. Hubo aciertos y desaciertos, prioridades y postergaciones. Y ahí llegamos a la palabra clave.

Hemos postergado una y otra vez, la definición de un plan de desarrollo concordado por una mayoría sólida. Es más, no nos hemos puesto de acuerdo ni siquiera en el significado que tiene esa palabra. ¿Qué es el desarrollo? ¿ Es, simplemente, aumentar el PIB a cualquier costo?  ¿O es crecer en el sentido integral de la palabra, es decir, alcanzar avance en términos de ingresos, protección de salud, una mejor educación y todos los aspectos que nos permitan llevar una vida más plena?

Hemos consumido la vida de varias generaciones en la errática búsqueda de un modelo de desarrollo. Hemos llegado cerca de ambos extremos, sólo para terminar una y otra vez en la irresolución, en la ambigüedad y en la transacción. Todas nuestras crisis anteriores se han plasmado en una postergación mediocre.  La comprobación se encuentra reflejada en la discusión actual, lucro: ¿sí o no?

La crisis actual amenaza con seguir con ese hábito. Se ha confiado en el agotamiento de la fuerza de las manifestaciones y se confía en la negociación, en los parches, en las remiendas. Pero ha llegado – esperamos – el  momento de dar una respuesta clara y contundente a esa pregunta. Una respuesta que nos comprometa como nación por unos ochenta años, al menos. Una respuesta que sea aceptada  por la mayoría sustantiva de personas que están dispuestas a defenderla con todas las armas de la democracia.

La oportunidad es ahora. Se abrieron las puertas, se instaló una mesa que, aunque precaria, se presta a reunir en un plano civilizado a ambas posiciones encontradas. Se ha logrado este hecho fundamental con la energía de una juventud harta de postergaciones, enérgica y valiente, que nos ha señalado con claridad que el momento de las definiciones ha llegado. Ellos están apoyados por una mayoría ciudadana que no se puede ocultar, que brota con espontaneidad en las esquinas, que marcha sin cansancio, que canta , que grita y que ¿cómo no?, rompe algunos vidrios.

Esa fuerza no acepta ser contenida con un dique de represión. Pide, en cambio, la ayuda que encauce sus fuerzas, que las lleva a buen destino. La coyuntura es particularmente favorable para que entre todos, seamos capaces de dar un enorme paso en la dirección del desarrollo.

Si se logra, en el momento actual, un compromiso del gobierno en que éste indique claramente su voluntad (o aceptación) de iniciar cambios profundos en el sentido de lo pedido por los estudiantes se habrá logrado una parte sustancial de las demandas. Pero sería un error casi imperdonable y una ingenuidad fatal darse por plenamente satisfecho. Sabemos lo que ocurriría: una nueva sucesión de postergaciones y debates estériles que sólo cumplirían con lograr una nueva postergación , tal vez deseada fervientemente por algunos.

En cambio, la juventud  alerta, organizada y movilizada tiene la posibilidad de fortalecer su posición actual con el voto del mañana. Sí, esa misma arma tan vilipendiada y tan defendida por la generación anterior. Ese mismo mecanismo que nos sacó de la dictadura.

La juventud, con la capacidad de liderazgo que nos ha sorprendido a todos, debe contar con un millón de votos – la cifra es estimativa – para exigir a las próximas autoridades que respeten e impulsen los cambios esbozados. Es decir, generar con sus votos un gobierno que lleve el estandarte de la reforma tributaria, los cambios constitucionales, la reforma política y sobre todo, la reforma educacional. Más allá de las definiciones políticas de derecha e izquierda que nos han confundido en alguna medida.

Será ésta la manera más orgánica y justa de hacer el relevo. Líderes nuevos para ideas nuevas. Con el apoyo de todos aquellos capaces de aportar, de comprender tanto lo bueno como lo deficiente de los gobiernos anteriores. Unidos todos aquellos que estemos por atreverse a decidir nuestro futuro ahora y de no recurrir, una vez más, a la cobarde costumbre de postergar.

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Foto: Facebook elquintopoder

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