El helicóptero estremece el cielo mientras mantiene el rumbo sur. Desciende en medio de un camino de algún pueblito intermedio, un hombre con rostro bonachón baja del aparato y se arregla los pantalones insistentemente. El rumor de niños y niñas se escucha cercano y de pronto aparecen junto a la vera del camino, contentos. Jamás habían visto un helicóptero directamente. Después aparecen las madres y padres del pueblo. Conversan animadamente, se ríen, el hombre les cuenta historias de otras latitudes, de Santiago, de minas, de su familia. Una madre, toda entusiasmo, porta una bolsa con frutillas y se las entrega al hombre. Huelen exquisito.
Mientras todo esto sucedía, en el centro de Santiago, otra madre no puede detener a un representante del gobierno que se lleva tres niñas rumbo a una especie de reformatorio. Tras el vehículo que se aleja con las niñas quedan tres mujeres adultas en el piso llorando desgarradamente. Es “Rabbit-Proof fence” (“Cerca de la libertad”), una película australiana del 2002, que impactaba con sus imágenes de crueldad y búsqueda, en una confortable sala del Centro Cultural de La Moneda. Las niñas secuestradas por el gobierno debían abandonar su cultura y “blanquearse” para ser dignas de la civilización occidental. El plan del gobierno, vigente entre 1930 y 1970, pretendía el desaparecimiento de los genes de los pueblos aborígenes. Para ello se retiraba a todos los niños y niñas de sus familias. Las tres niñas, sin embargo, logran escaparse y emprenden el regreso al pueblo de Jingaloo, donde pertenecen, siguiendo una cerca para los conejos que atraviesa la isla-continente.
Las vistas aéreas son hermosas. Los colores y formas adquieren una cierta homogeneidad, todo parece suavizarse. El helicóptero se eleva y se dirige al lago Ranco, más al sur. Hace unas semanas visité algunas localidades de la octava y novena regiones, lugares en los cuales nacieron y se criaron mis padres: Angol (subir a gatas), Contulmo (lugar de paso), la Cordillera de Nahuelbuta (gran jaguar o tigre), Purén (lugar pantanoso), el Lago Lanalhue (alma perdida). Un gran kultrún se ubica en el centro de la Plaza de Armas de Purén. En la ciudad de Cañete pude visitar la Ruka Kimvn Taiñ Volil, un impresionante museo estatal sobre la historia del pueblo mapuche, lugar que convive a poca distancia del Fuerte Tucapel.
Poco hemos hecho por la historia y aceptación de nuestros pueblos originarios. Hace cuatro meses terminó una huelga de hambre de mapuche que están encerrados en nuestras cárceles del sur de Chile, y ya nuestros medios de comunicación prefieren los bikinis, el sol, los festivales y la historia de Edmundo y Françoise. Nuevamente, como tantas veces, los chilenos y chilenas hemos silenciado el reclamo de nuestra historia.
“Tanta cosas que se les han dado a los mapuches” dicen en el sur, y “no producen nada, abandonan las tierras”. Y es que una vez más nos encerramos en nuestra mirada capitalista del mundo y juzgamos desde esta clausura epistemológica. Nuestros pueblos originarios parecen estar caminando aquellos 2000 kilómetros de tierras australianas para intentar salvar algo de sí mismos, y nuestra querida y bendita chilenidad se entretiene colocando obstáculos en el sendero.
El helicóptero se detiene en el Lago Ranco, el hombre trata de justificar su detención en aquel pueblo de las frutillas, todo apunta a que fue sólo un error. Tal vez sería mucho mejor que el Plan de vuelo de nuestras autoridades considerara estadías más largas en estos pueblos y se dejara de hablar desde un café del Apumanque (jefe de cóndores). (Cuidado que Ranco significa “agua peligrosa o insegura”).
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Foto: bdeboikot – Licencia CC
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