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Kafka: una lección sobre política institucional

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Antes, en dictadura, sí en dictadura, se nos hacía leer a Manuel Rojas, Vicente Huidobro, Pablo Neruda y hasta Pablo de Rokha, hoy unos se niegan leer a Pedro Lemebel y son noticia y escándalo. La mala razón que dan, es que es cochino. Pobre profesor de castellano, fue despedido por no compartir los valores de la “institución”, ¿dónde están sus colegas, el gremio entero defendiendo principios de verdad? Así, con el tiempo tampoco podremos leer «El Príncipe» de Nicolás Maquiavelo porque enseña la verdad del mal y el mal de la verdad; y la iglesia lo prohibió por muchas décadas.

Fue el libro el que nos diferenció de los bárbaros, hoy sigue siendo el mismo el que nos diferencia de los nuevos bárbaros. Aquellos que saben leer sólo para seguir instrucciones, mandar breves mensajes de texto o levantar el dedo y acusar a cualquiera sin pruebas, sin leer, sin entender o lo que es peor, sin importarles que el crucificado en las redes haya hecho o no lo que alguien dice que hizo.

Quizás, por nuestra turbia realidad actual, el libro «El proceso», de Franz Kafka es sorprendentemente actual; un clásico. Joseph K, es el protagonista, un día cualquiera es acusado de algo que nunca supo bien de qué se trataba. Es arrestado y juzgado, pero según la institución que lo acusa debía seguir su vida normal, cito: “«¿Cómo puedo ir al banco si estoy detenido?». «Vaya» dijo el inspector, ya desde la puerta, «usted no ha entendido». Está arrestado, claro, pero esto no debe impedir que ejerza su profesión. Tampoco debe alterar su vida normal. «Entonces no es tan grave esto del arresto» dijo K., acercándose más al inspector, «No, no he dicho que no lo fuese»».

La razón de esta columna es apuntar a la capacidad infinita que ha desarrollado nuestra comunidad de acusar y cubrir con un manto de dudas la existencia de un sujeto, de cómo esa duda instala y destruye su más elemental subjetividad y no hay institución alguna que pueda resarcir la falsedad cuando lo es.

La noticia vende y no es por la verdad; la agenda es construida para que funcione, no para contar verdades. Así, al sujeto se le recuerda con una panoplia visual que su imagen puede verse humillada, según tenga o no suerte, según sea el foco de algún enajenado, o más simplemente, que su persona pueda ser protagonista de una historia vendible.

La razón de esta columna es apuntar a la capacidad infinita que ha desarrollado nuestra comunidad de acusar y cubrir con un manto de dudas la existencia de un sujeto, de cómo esa duda instala y destruye su más elemental subjetividad y no hay institución alguna que pueda resarcir la falsedad cuando lo es.

Respeto, gran palabra, viene del latín respectare, que significa mirar hacia atrás, ver hacia la distancia;  en los tiempos que corren es complejo, nadie hace el ejercicio de la distancia, nadie se detiene, menos a mirar hacia atrás, porque lo que campea es el espectare, o sea el espectáculo, así entonces no hay distancia ni mirada hacia atrás, la razón, lo digital que anonimiza al sujeto, y engrandece el mensaje, por lo mismo pesa el anonimato, porque identifica grupos que referencian el mensaje, pero no al sujeto, este último no existe discursivamente hablando, los mensajes lo invisibilizan.

La pérdida de referentes es peligrosa, las instituciones que no los tienen los inventan, los buscan con los más elementales intereses, nunca hay vacío de referentes, como tampoco hay vacío de poder, se llena o se vacía y no siempre con los mejores. Con minorías de turno organizadas, el sistema se relativiza, entramos al mundo en donde todo es posible, negociable, transable; todo por salvar el espectáculo, pero no el respeto. Pierde la noción de la realidad, porque básicamente pierde su libertad, lo domina el azar, y una tensa espera. Al final, y mis disculpas por contar parte del final, pero un clásico nunca tiene un solo final: “De nuevo se iniciaron las repugnantes cortesías, por encima de K., el uno le pasaba el cuchillo al otro; éste se lo devolvía, también por encima de K. Ahora K. sabía perfectamente que su deber habría sido coger él mismo el cuchillo que pasaba de mano en mano por encima de K, e introducirlo en su cuerpo. Pero no lo hizo; lo que hizo fue mover el cuello todavía libre, y mirar a su alrededor. No podía satisfacer del todo aquella exigencia ni librar a las autoridades de su trabajo, pero la responsabilidad de aquel último error no era suya sino de quien le había quitado el resto de las fuerzas que hubiera necesitado«.

Joseph K. es víctima de una parodia de justicia, la discrecionalidad absoluta, que se apodera de una persona que tiene como resultado quedar rodeado de soledad, siempre con la idea de que pudo haber dicho algo más, recordando el detalle que  lo pudo haber exculpado, pero ya es tarde;  siempre lo fue. No puede abandonar su ciudad, no puede ir a ninguna parte, donde vaya lo perseguirá la duda, la sospecha proyectada con su larga sombra sobre él, siempre asomará una pregunta, que siempre resultará ofensiva; de pronto tampoco podrá optar a por otro trabajo, un comentario o un silencio bastará para el proceso en sí mismo se vuelva una prueba.

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