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Jorge Burgos y el extremismo de los demócratas

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«Hoy no es necesario; es urgente, porque se empieza a establecer la necesidad en todos los actores de que esto le quita legitimidad al Congreso. Podemos terminar buscando caminos alternativos que pongan las cosas en un extremo, como asambleas constituyentes.» 

(Diputado Jorge Burgos, en Radio Cooperativa, sobre la urgencia de cambiar el binominal)

Las palabras del Diputado Burgos (DC) no pueden poner el asunto de manera más clara. Las reformas políticas hoy en discusión emergen del pánico que tienen los parlamentarios a una ciudadanía cada vez más convencida de la necesidad de una asamblea constituyente. La élite sabe que con un proceso genuinamente democrático como ese, las actuales instituciones políticas y económicas serían revisadas por completo. Para conservarlas, intentan descomprimir la presión social, abriéndose a una demanda largamente postergada, como el cambio al sistema electoral.

Sin echar mano a la Ley de Partidos de Pinochet, el proyecto evidencia su intención de redistribuir escaños, pero manteniendo el poder en manos de quienes lo han detentado durante los veinte años de democracia tutelada. En definitiva, se trata de descomprimir la olla, pero sin destaparla por completo. El asunto versa entonces sobre cómo establecer una proporcionalidad (muy moderada, según el proyecto) pero manteniendo las altas barreras de entrada.

La intención de neutralizar a posibles nuevos actores se constata también en la fusión de distritos y circunscripciones. Esta modificación estaría implicando que candidaturas independientes o de nuevos movimientos políticos resulten inviables en el marco de territorios cuya cobertura resultaría muy costosa.

Estos elementos constituyen no solo respuestas tardías (no satisfacen las aspiraciones actuales), sino además insuficientes (no abordan la crisis en su complejidad). Pero fundamentalmente se desprende que allí habita la voluntad inútil de un parlamento obsesionado con frenar o apaciguar las reivindicaciones ciudadanas. Para ello, inician procesos de reforma que, en el marco de una institucionalidad gatoparda, previsiblemente resultarán en algo no muy distinto a lo que ya existe.

Pese a estos evidentes portazos a la ciudadanía y a sus nuevos instrumentos políticos, quienes presentan este proyecto han argumentado que con él se configuraría una  mejor representación de la diversidad política del país. Según ellos, esto contribuiría a mejorar los niveles de legitimidad del sistema político y de la (ilegítima) institucionalidad.

Sin echar mano a la Ley de Partidos de Pinochet, el proyecto evidencia su intención de redistribuir escaños pero manteniendo el poder en manos de quienes lo han detentado durante los veinte años de democracia tutelada. En definitiva, se trata de descomprimir la olla pero sin destaparla por completo.

Uno se pregunta cómo podría mejorar la representación si quienes se van a redistribuir el poder son los mismos de siempre (dónde cada coalición posee tan sólo entre un 20 y un 25 por ciento de apoyo y la no participación electoral alcanza niveles históricos). Esperar una mejor representatividad implica al menos creer que esta redistribución va a mejorar los resultados legislativos en favor de las demandas ciudadanas. Suponer aquello involucraría el diagnóstico errado respecto a que el permanente empate del parlamento es el único factor explicativo de la baja representatividad. El consenso ideológico del duopolio político y sus intereses compartidos en el campo político y económico son elementos tanto o más definitorios que las condiciones institucionales.

La facilidad con que en Chile se puede transitar entre el sector público y el privado, el hecho que parlamentarios con conflictos de intereses no tengan que inhabilitarse, la influencia de los poderes corporativos en el financiamiento a partidos y candidatos; todo ello contribuye de manera importante a la impudicia con que se usa el servicio público para los negocios y favores privados.

La crisis de representatividad no desaparece sin legislar sobre las cuestiones que aquí se han abordado. Para legislar sobre ellas haría falta, evidentemente, otro parlamento. En el marco de la institucionalidad actual ello equivale a una triste alucinación. La crisis de representación y más fundamentalmente la de legitimidad de una institucionalidad espuria no se supera sino con el método por excelencia que Burgos dice querer evitar a toda costa. Sin embargo, siendo la asamblea constituyente el principal proceso político mediante el cual nace una República democrática, esta es una cuestión que la élite política ha decidido enfrentar en posición antagónica. Así lo evidencian los dichos de Burgos cuando, haciendo honor a su historial como director de La Oficina, considera que las instituciones de la dictadura son cuestiones a relegitimar y la democracia un asunto de extremismo.

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Foto: José Luis Duron / Licencia CC

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