Chile se reconocía antiguamente como un país austero, que trabajaba, era ordenado y tenía una institucionalidad que funcionaba. Y con ello no es necesario referirse al funcionamiento interno de cada una de las Instituciones que en el paso del tiempo fuimos fundando como parte de un acuerdo social para entendernos mejor, sino en aquello intangible, lo simbólico, lo profundo. Aquello que a esta sociedad organizada la enorgullecía y le daba visos de seguridad.
Una Institucionalidad que comprometía el valor del Estado organizado, donde la consistencia misma de la justicia y eficiencia se trasparentaban en el correcto funcionamiento de la labor de quienes , investidos de una determinada responsabilidad, activaban un engranaje de confianzas mutuas y de esperanzas en una labor que permitía la convivencia por la vía de la fiscalización, la representatividad e incluso, la administración de la justicia y el orden ciudadano.
De un tiempo a esta parte se percibe una desilusión ciudadana al respecto. Señales tales como la desaprobación de la gestión del Gobierno, de la clase política, e incluso de desconfianza en el empresariado o en nuestros garantes del orden presuponen un descontento respecto de aquellas.
Este último año pasará a la historia como aquel donde la ciudadanía reacciona, muchas veces violentamente, ante esta falta de sentido en la institucionalidad. El hecho que diversos grupos sociales presionen con marchas para validar temáticas que los convocan claramente nos habla de la desconexión entre los representantes y los representados. ¿Es necesario – en un país que se dice civilizado y ordenado – que precise de marchas y paros para que la autoridad entienda sus reivindicaciones? La pregunta queda abierta. En un sistema democrático y representativo se entiende que aquellos que representan a la población son los llamados a interpretar sus necesidades y convertirlas – tras un proceso de discusión – en proyectos de ley que beneficien en forma justa y equitativa a todos. Esta reacción lógica no se ha visto.
Nuestra población, además, acumula frustración por sentir que aquellos que deben fiscalizar no lo hacen. Casos de colusión, repactaciones y otros escándalos hablan de la desprotección ciudadana ante el abuso empresarial. No hablemos tampoco de la angustia ante escándalos sexuales de dignatarios eclesiásticos por todos conocidos que han quedado en la impunidad.
Nuestras instituciones no funcionan porque cuando son requeridas no están. Simple.
Por ello, la presión ciudadana comenzará a abrirse nuevos espacios en la medida que comprenden que ya no tienen nada que perder. Aquellos llamados a sostener un modelo simplemente no lo hacen y probablemente los que debiesen actuar de acuerdo a la recta razón ya están totalmente dislocados de la comunidad que dicen representar.
La sensación de inseguridad en un país habla de la endeble condición de su Estado. Ya no sólo es un problema de gobierno, sino de credibilidad en un modelo, que permita en el fondo la interacción de ciudadanía e intereses.
¿Vale la pena, estimados miembros de las esferas del poder político y económico , hacer la vista gorda y pretender que en nuestro país no pasa nada?
Hay que tener un poco de cuidado. La presión acumulada – no hay que ser físico para comprenderlo – detona con fuerza si no se controla y libera adecuadamente. En ese contexto, más vale detenerse a pensar y proponer a quienes requieren un camino adecuado que esperar a que la propia ciudadanía lo haga. De hecho, ya lo está haciendo.
Chile merece, al menos, obtener un resultado por el costo que está pagando. Queda en sus manos, señores….por ahora.
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