Francisco Huenchumilla, el nuevo intendente de la Araucanía, pidió perdón. Para ser más exactos pidió perdón al pueblo mapuche por lo sucedido por siglos en ese sector. Pero lo hizo de manera personal. No queda claro si el Estado de Chile se hace parte de este gesto, pero al parecer no. Aún falta.
Me pregunto qué tiene que pasar en las conciencias de los dirigentes para terminar de una vez por todas con esta cacería institucionalizada de la piel morena. Porque eso es, en el fondo: la cacería de tradiciones que escapan al multiculturalismo yankie. Ése que descafeína los rituales y los orígenes reales de una tierra.
Esto lo digo tomando en cuenta que las palabras del intendente son un avance, pero un avance tardío en un “conflicto”-así llaman los medios particularmente a una militarización violenta y, muchas veces, inescrupulosa- que parece no terminar por el solo hecho de que no parece haber voluntades reales para hacerlo.
Si esta nueva administración quiere, de manera concisa y real, terminar con una situación que mancha a diario nuestra hoja de respeto hacia los derechos humanos, entonces es necesario ver más actos y menos gestos. Porque, si bien los gestos quedan, estos tapan muchas veces la realidad.
Esto debido a que las matanzas y las vulneraciones periódicas de un pueblo no se terminan con sentidas pedidas de disculpa. Si fuera así, la historia de la humanidad sería más simple y las palabras serías más eficaces que las acciones, cosa que, sabemos, no es tal.
Pero antes de todo esto, tal vez tengamos que preguntarnos por qué el rechazo hacia una cultura como la mapuche. Y sobre todo por qué la constante persecución de su vida, sus costumbres y su manera de afrontar la realidad.
Tal vez esté equivocado, pero siento que mucho de esto tiene que ver con nuestro carácter exitista, con nuestro persistente afán de mostrarnos blancos, casi europeos -o en el peor caso norteamericanos- ante nuestra región. Porque particularmente en estos últimos veintitantos años de democracia -y luego del asesinato sociocultural que significó la dictadura-, creemos ser otra cosa de lo que realmente somos, o por lo menos luchamos arduamente por ser esa otra cosa.
Vemos a nuestros pueblos originarios como algo simpático hasta cierto punto. Hasta que nos recuerdan que están antes que nosotros acá, pero sobre todo hasta que luchan por sus derechos, porque el hecho de que tengan derechos nos hace sentir incómodos, y comenzamos a sentir lentamente una urticaria aguda, muchas veces imperceptible, pero la mayoría del tiempo aguda. Los vemos de inmediato como delincuentes, como tipos flojos y malnacidos que quieren intervenir en nuestro “éxito” de un país en “vías de desarrollo”.
Por lo señalado, es que los gestos no sirven de nada. El aparato estatal es el reflejo de nuestra nuestra idiosincrasia, esa que es dominada por una élite, por lo que sólo mediante acciones podremos cambiarla y así, tal vez algún día, reparar todo el daño que le hemos hecho a una cultura tan noble como la mapuche.
Aceptamos su identidad solamente cuando podemos pasearnos por este gran mall llamado “neoprogresismo” con uno que otro resto de sus vestimentas, mezclándolos así con zapatillas de moda o pantalones gastados de la ropa americana. Así nos vemos más cool y hasta hacemos como si respetáramos su autonomía como pueblo.
Pero lo que queda en el fondo es nuestra falta de respeto hacia lo que son, hacia lo que plantan o dejan de plantar en sus tierras. Todo porque su tranquilidad y sus tiempos nos parecen insultantes en este mundo rápido en el que se detiene pierde.
En donde el que levanta otros valores aparte de los establecidos -como el emprendimiento, el crecimiento y muchas otras cosas terminadas en miento- es simplemente un estúpido.
Por lo señalado, es que los gestos no sirven de nada. El aparato estatal es el reflejo de nuestra nuestra idiosincrasia, esa que es dominada por una élite, por lo que sólo mediante acciones podremos cambiarla y así, tal vez algún día, reparar todo el daño que le hemos hecho a una cultura tan noble como la mapuche.
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