En los últimos días se anunció que tres fiscales adjuntos del Ministerio Público asumirían cargos de primera línea en el Ministerio del Interior. Uno de ellos en la División de Seguridad Pública, y los otros en la Agencia Nacional de Inteligencia. Los tres, con matices, eran conocidos fiscales, dirigieron investigaciones “mediáticas” y en su currículum destacan casos de “interés” nacional.
Si bien este fenómeno es relativamente nuevo dentro del corto tiempo de existencia del Ministerio Público -y no es por sí mismo negativo- adolece de inconvenientes que obligan a que no pase inadvertido y, por el contrario, debiese llamar la atención del mundo académico y político.
En términos históricos, recordamos un caso similar, el del fiscal regional de Talca, que en el 2008 fue nombrado intendente de la Región del Maule. En esa oportunidad, el actual Fiscal Nacional señaló que no era prudente que se hiciera una práctica habitual.
Si bien no existe una prohibición legal que impida tales situaciones, el propio Fiscal Nacional anunció, en esa oportunidad, que no se opondría a una modificación legal que prohíba que un fiscal en ejercicio sea nombrado en un cargo político, específicamente de aquellos que no están ya regulados en la Constitución, a saber, de diputados y senadores.
Si bien nuestra Constitución prescribe una prohibición expresa en esos cargos de elección popular, el hecho de que respecto de los fiscales la prohibición para ser elegidos sea de dos años, y no de un año, como en el caso de otras autoridades, supone que existe para el constituyente una relación más tensa entre la política y quien ejerce la persecución penal que respecto de otros cargos políticos. Así, mientras un contralor, un ministro o, incluso, un comandante en jefe deben esperar un año después de cesar en sus cargos para ser electos como senadores, un fiscal –incluso un fiscal adjunto- deberá esperar dos años para poder ser elegido en el mismo cargo. Es cierto, en esos casos lo que está detrás es la elección popular, pero difícilmente podría discutirse que, en el fondo, lo que buscó evitar el constituyente es que los fiscales puedan usar sus cargos, y la poderosa persecución penal, como una herramienta para labrar sus carreras políticas.
Los peligros de este fenómeno pueden ser evidentes. En Chile, la discrecionalidad con que operan los fiscales, normativa y fácticamente, les entrega una posición privilegiada dentro de la persecución penal, permitiéndoles, en ciertos casos, ser indulgentes frente al delito y, en otros, eventualmente discriminadores. Es cierto que en Chile, a diferencia de otros modelos adversariales, los fiscales no tienen una discrecionalidad ilimitada para ejercer la persecución pero, del mismo modo, sería ingenuo desconocer que éstos, en la práctica, ejercen mucha más discrecionalidad que aquella que la ley regula.
Los fiscales del Ministerio Público tienen un gran margen para abusar del poder en pro de sus propios intereses y prejuicios. Y eso, es obvio, puede ser un incentivo perverso para que algún fiscal quiera dirigir su carrera por razones personales y políticas. En fin, pueden tener la tentación de desarrollar su propia agenda a costa de los intereses de las víctimas, de los imputados o de la ciudadanía.
Si bien, mucho se ha avanzado respecto de la autoregulación del Ministerio Público, a través de instructivos, sanciones y sumarios administrativos, la estandarización de criterios y la creación de unidades especializadas, aquello debiese ser reforzado sobre la base de una mayor publicidad de criterios aplicables. Además debería avanzarse en la modernización del diseño institucional del ente persecutor porque, como lo señala el profesor Bibas, de la Universidad de Pensilvania, aquello es fundamental para lograr cambios relevantes dentro de la institución. Esto es, se debe buscar dentro de ella “crear un ambiente que busque, inculque, espere y premie el cumplimiento ético y la consistencia institucional”.
Junto a ello, este fenómeno supone un desafío para el Poder Judicial por cuanto requiere que éste mantenga el resguardo de las garantías, asegurando una persecución penal que no se encuentre motivada por fenómenos ajenos a la persecución del delito. Así, en el caso de los Jueces de Garantía, si ellos son, como señala un destacado académico chileno, “articuladores de intereses de los intervinientes”, aquello debe darse dentro de un contexto de intereses legítimos, regulados en la Constitución y las leyes.
Con todo, pareciera que la modificación legal propuesta en su momento por el Fiscal Nacional es solo el estándar mínimo exigible, por cuanto los plazos de vacancia entre un cargo y otro son sólo el cumplimiento básico y esperable de una sociedad que no quiere ver a la misma persona que otrora perseguía penalmente, inmediatamente después como funcionario del gobierno de turno, con las consabidas susceptibilidades que ello implica para el sistema.
Parece imprescindible un mayor control judicial por parte de la sociedad civil y del propio Ministerio Público para que la herramienta de persecución penal no sea utilizada para otros fines que la que fue creada, a saber, ejercer la acción penal pública dentro del principio de legalidad y con respeto de las garantías fundamentales de los ciudadanos.
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Por Ignacio Castillo Val y José Gabriel Alemparte
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