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Ética en la política y la ética de Matthei

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En el contexto de la conmemoración de los 40 años del inicio de la dictadura en Chile, pareciera que la prensa nos abruma con memorias, historias, y nuevas informaciones y soliloquios políticos; los círculos familiares evocan en el imaginario social aquella época atemorizante y lóbrega, mientras que la sociedad completa se manifiesta, de una u otra manera, para expresar pesares o premios. Lamentablemente, las posturas aún nos dividen.

“Quién dijo qué”, “cuántos pidieron perdón”, “los que defienden al dictador”, “aquellos que querían el golpe”… esas son las manías que brotan a partir de este fenómeno de reencarnación de aquel hito sangriento que aún continúa sacudiendo a todos los sectores sociales y políticos de nuestro país. Y así, emerge en el escenario una nueva cuestión respecto a la cual todos opinan, cómicamente, al mismo tiempo, implementando el gran nuevo “escándalo de la semana”.

Curiosamente, sin embargo, esta opinión política no se trata de cualquier moda. No. Por lo general, la política actual versa sobre cuestiones ideológicas o materiales: conservar o innovar, invertir o ahorrar, liberar o controlar, informar o esconder; discutir únicamente sobre cuestiones éticas o morales, por lo general, queda en el absurdo y el desatino. Pero cuando la fecha en la cual se conmemoran 40 años de historia humana, las brasas recuperan su fuerza, y las aguas sufren violentísimas turbulencias, alterando todo el paisaje tradicional. Y entonces se produce un efecto intruso en el discurso y en el diálogo político: desde administración, debate, economía y elecciones, pasamos rápidamente a un mundo que no se presta mucho para el cartel político: la calificación moral de nuestros políticos… y en un dos por tres, todos los sectores políticos del país olvidan por un momento las elecciones, las leyes, el gabinete y la imagen, intercambiándolo todo por participar de este opulento festejo de elogios, ofensas y pelambres. Y por supuesto (¡cómo no!), el ciudadano irrumpe en este foro, otra vez, opinando sobre la opinión de los políticos.

El tema de la ética, ya lo mencioné, es uno de los factores políticos que por lo general no forma parte del ejercicio ni del debate político; a pesar de que examina materias en extremo sensibles, la ética suele quedar en el segundo o tercer plano (y, sin embargo, contribuye como uno de los motivos más determinantes para los electores). La ética en la política es quizá el tema más complejo de abarcar para cualquiera que se interese por el desarrollo de la política de un país. En un solo personaje se mezclan ideologías, filosofías, religiones, valores, posturas político-económicas, posturas económico-sociales, posturas sociales, historias, pasado y presente (quizá en ese orden de relevancia como elementos de la evaluación de un político), de forma curiosa y misteriosa, pero siempre con múltiples ventajas y desventajas. Y así comienza la novela política: el conglomerado de partidarios de cierta ideología, filosofía, religión, valores, posturas, etcétera, manifiestan aparentemente los mismos intereses, fundando así partidos políticos, configurando pactos, induciendo enemistades e invitando al cuerpo electoral. Y así, vamos sumando. Pero siempre queda una sola cuestión en la tela de juicio que ya no depende de la mera declaración de un político, o de la pura manifestación de “pertenecer a cierto sector”: se trata de la ética del político. Esa ética, que en un ambiente político resulta quizá imposible de conceptualizar cabalmente, es, en mi opinión, el factor más importante del político. Es el único factor capaz de romper pactos, destruir currículos, e incluso, como se dice vulgarmente, de “quemar” a un político, para, en los casos más exagerados, nunca más permitirle regresar. Puede ocurrir que la mente olvide y la boca calle, pero a veces el corazón nunca perdona.

Pero no me quiero detener en el curso de los acontecimientos de Septiembre de 2013, ni quiero referirme al desarrollo de la dictadura en Chile, ni al curso de la post (o pre) dictadura. Quiero simplemente analizar esta cuestión tan abstracta pero tan capital, como lo es la ética en la política. Me parece que esta materia encierra mucho interés actualmente, no solo por el contexto político que se vive hoy, sino que por el hecho de que, por lo general, se trata de una cuestión que no se discute en la opinión pública, y que muchas veces aparece como “políticamente correcto dejar de lado”.

Y así, quiero enlazar este tema con lo que personalmente me parece de mayor atractivo: la ética en la política y la opinión pública; o, si se quiere una formulación distinta: la ética en la política y la imagen política. Soy aficionado a aquella opinión que cree que un político no puede ser cualquier persona. No al menos tratándose de individuos que ejerzan cargos de gobierno o que tengan el carácter de legisladores. Estimo que es sustancial para el buen curso de la política que los representantes de la ciudadanía, y que cuidan de los intereses públicos más valiosos, deban ser personas íntegras, completas, libres de provechos estrictamente personales, honradas y rectas. De ahí que, según mi perspectiva, sea perfectamente posible desembrollar el origen de las críticas más comunes y más graves que se expresan a los políticos en la ética del político, o en palabras vulgares, en “la cara del político” (o sea, en la buena cara, o en lo cara de raja o cara de palo. Como se prefiera).

Más simple aún es entender lo que estoy diciendo no cuando se habla de la ética de un político, sino que cuando se vuelve relevante la falta de ética de un político. Y más sencillamente aún, si analizamos el lenguaje coloquial, es muy figurativa la escucha de las siguientes quejas: “estos tipos no pueden ser tan cara de raja”. Esta típica frase de la idiosincracia chilena expresa de manera insuperable lo que quiero decir. En efecto, lo que pretendo evidenciar es que la mayor crítica a un político no es su ideología ni su postura política, económica o social, sino que su ética. Y así, por ejemplo, el político que se sabe que se aprovecha, que engaña o que roba, queda virtualmente impotente para desplegar labores públicas… o al menos así lo espera la ciudadanía.

Grafico esta opinión con los siempre públicamente bienvenidos y groseramente acusatorios ejemplos:

Evelyn Matthei. Abanderada por la Alianza, manifiestamente partidaria de la continuidad de la dictadura, paradójicamente contraria a la violación sistemática de los Derechos Humanos (según sus propias palabras, aunque sinceramente no sé cómo esta mujer duerme tranquila), y salvavidas de hierro número 4 de la derecha, este personaje de novela del Chile de la Colonia se ha convertido, del día a la mañana, en el centro de atención de toda la prensa y de toda la opinión pública (a pesar de que todo el país sabe que no va a ganar la presidencia). Respecto de Matthei, cuestiono a través de las siguientes interpelaciones: ¿qué ética tiene Matthei para presentarse a gobernar en democracia? ¿Con qué moral Matthei siquiera imaginó la posibilidad de que fuera políticamente correcto postular su candidatura a La Moneda? ¿Con qué historial resulta recomendable que Matthei haya decidido prestar su imagen para defender a la ideología de una derecha que dice ser “de centro derecha”? Dejo estas preguntas abiertas para fomentar las respuestas personales.

Pero antes de recurrir al siguiente ejemplo, quiero examinar una frase que mencionó Evelyn Matthei en el programa “Mentiras Verdaderas” (La Red) el día 22 de agosto, en conversación con Jean Philippe Cretton. Su frase exacta fue “yo no estoy nunca en estado pacífico. No va conmigo”… No creo estar exagerando cuando digo que un político, sea quien sea, que se autocalifica como “antipacífico”, equivale, derechamente, a que dicho político no tiene vocación por el servicio público (suponiendo, desde luego, que el servicio público y el ejercicio político tienden a velar por el “bien común”, o en otras palabras, a la paz general, completamente opuesto a lo señalado por Matthei). Si no malentiendo, y basándome en el autoatribuido carácter antipacífico de Evelyn: (1) en un contexto de demandas sociales, Matthei no busca el acuerdo, sino que envía a las fuerzas públicas a corromper el orden civil; (2) en la toma de decisiones de administración interna, Matthei no busca la institucionalidad, sino que recurre a la presión política y al abuso de poder gubernamental; (3) en un conflicto con país extraño, Matthei, en su calidad de representante de la República en el extranjero, no busca el arreglo, sino que declara la guerra.

A partir de esto, me pregunto ¿cómo pretende Evelyn Matthei compatibilizar su voluntariamente admitida postura antipacífica con las bases de la institucionalidad del Estado, los postulados de una República Democrática, la protección del interés común, el Estado de Derecho y la armonía de las relaciones internacionales? Francamente, no lo sé; lo que sí sé es que no concibo una gestión siquiera medianamente aceptable de esta representante, en la hipótesis de que ganara las elecciones presidenciales; y no desestimo su labor por su ideología o sus posturas políticas (las cuales, por cierto, rechazo), sino que por la falta de ética y de moral en su persona.

La generalidad de los parlamentarios en el contexto del terremoto del 27 de Febrero. Se iniciaba el gobierno de Piñera justo cuando se desataba la crisis interna más comprometedora a nivel nacional de los últimos años. Y por supuesto que, como buen empresario, Piñera no desaprovecha la oportunidad de obtener patrocinio mediante el apoyo político a las víctimas del terremoto (califíquense estas acciones como populistas o como auxiliares. Independientemente de la postura, el hecho es que el gobierno de Piñera no se quedó atrás, y acudió a la causa). Sin embargo, y por el lado contrario, ¿qué hicieron los parlamentarios en esta circunstancia?

Soy aficionado a aquella opinión que cree que un político no puede ser cualquier persona. No al menos tratándose de individuos que ejerzan cargos de gobierno o que tengan el carácter de legisladores. Estimo que es sustancial para el buen curso de la política que los representantes de la ciudadanía, y que cuidan de los intereses públicos más valiosos, deban ser personas íntegras, completas, libres de provechos estrictamente personales, honradas y rectas.

Desde luego que no es parte de su trabajo el auxilio o la complacencia a los damnificados en casos como estos, pero sin duda es lo que “los ciudadanos esperamos”, ¿no les parece? Y claro, con este patrón de conducta se entiende gran parte de las críticas a los miembros del Parlamento, el desprestigio de los honorables, y la pésima aquiescencia ciudadana de la institución en general, la cual ha llegado a ostentar índices de aprobación ciudadana inferiores al 17 %. Si los parlamentarios no fueron capaces siquiera de revisitar sus propios distritos o circunscripciones electorales, y tampoco emitieron ningún mensaje de apoyo a través del gobierno, por último se espera que hubiesen regulado alguna situación de excepción legal para suplir los daños producidos por el terremoto (estoy generalizando; algunos, muy pocos, recurrieron al auxilio, especialmente en las Regiones del Bío Bío y Araucanía).

Entonces surge la pregunta: ¿con qué ética los parlamentarios presentan, en este momento, sus candidaturas para volver al Parlamento? Si no fueron capaces de proteger a los más débiles en momentos de congojo, ¿sus postulaciones se encontrarán fundadas en un interés ciudadano, o quizá en un interés personal?

ME-O y su discurso sobre la ética de los políticos. Y el ejemplo no es sobre ME-O, pues mi opción es la de comentar el comentario de ME-O. ¿Cuál fue su discurso? Con fecha 28 de agosto de 2013, en el programa “Hora 20″ (La Red), y a propósito del asunto de los 40 años del golpe militar, ME-O señala, con absoluta razón, a mi parecer, que “el tema de la violación de los Derechos Humanos, y de su aprobación o rechazo, no es una cuestión política, sino que es una cuestión ética”.

Concuerdo en un 100 % con este discurso: el análisis de lo que ocurrió en el período de la dictadura debe reducirse no al desarrollo económico, no a la detención del movimiento izquierdista en Chile (comunismo, socialismo o como quieran clasificarlo. No va al tema, en todo caso), no a la implementación del modelo neoliberal, sino que a la posición que se tenga respecto a la violación de los Derechos Humanos. Tal como lo dijo ME-O (y coincido), es este el punto de aprobación o de rechazo, es este el punto que debe analizarse, y no la cuestión económica.

A propósito de este comentario, me declaro también en un 100 % conteste con la opinión de Clarisa Hardy el día 1 de septiembre de 2013 en el programa “Estado Nacional” (TVN), quien calificó de “inhumano” (literalmente, y, a mi juicio, con toda razón) al senador y presidente de Renovación Nacional, Carlos Larraín, por el hecho de este último “analizar racional y prácticamente los parámetros de la dictadura”, y por haber planteado el abandono del examen político a la violación de los Derechos Humanos en la política actual. Hardy agregó que “los contextos no justifican la barbarie”, refiriéndose no a la aprobación o rechazo de las decisiones implementadas en la dictadura (respecto de las cuales, por cierto, el senador Larraín se opuso), sino que al análisis actual sobre la vulneración a los Derechos Humanos.

Estoy de acuerdo con ella: este no es un tema de economía ni de desarrollo ni de política, es un tema humano y ético que debe analizarse de manera completamente separada al progreso económico, y si esto es así, entonces coincido con que se califique como “inhumano” el planteamiento de “ignorar el pasado para poder avanzar”, como lo propuso el senador Larraín. (Por cierto, se mencionó en ese mismo programa que la izquierda en Chile no se ha manifestado contraria ni ha negado jamás los avances económicos de la dictadura, precisamente porque para ellos, no es tema. En mi opinión personal, tampoco creo prudente calificar como “buenos” o como “malos” los avances en economía en el período 73-90  (yo aún no nacía cuando ya había retornado la democracia al país), pero no dudo cuando digo que el tema en cuestión no es económico, sino que es humano, y a partir de lo cual rechazo de forma absoluta cualquier apoyo o intento de justificación a la gestión militar en aquel período).

Pues bien, y con estos ejemplos (escuetamente puedo mencionar otros, como los historiales de Laurence Golborne y Cencosud, Ricardo Lagos e Hydroaisén, Michelle Bachelet y el movimiento estudiantil), llego a señalar lo siguiente: los ciudadanos esperamos que los políticos demuestren una ética medianamente aceptable si pretenden conseguir, conservar y legitimar sus cargos. En mi opinión, la ocupación de un cargo público, si bien se regula por parámetros de legalidad y estrategia política, se ve extremadamente sensible a las cuestiones morales y éticas de aquel político que fía su imagen para representar una ideología, un sector político o un cuerpo electoral. De ahí que sostengo, con sumo ahínco y convencimiento, que el análisis socio-político que formula la ciudadanía a los políticos no consiste en una crítica política, sino que en una crítica ética. La generalidad del cuerpo electoral no coincide con uno u otro político por cuestiones de postulados en administración o en economía (aunque sí en relación al fomento social), sino que muchas veces justifican su voto en cuestiones éticas y morales; o en términos más sencillos, “votan por cuestiones de imagen”. Y sobre todo cuando se trata de medir la desaprobación (no la aprobación) de los políticos, y especialmente de los parlamentarios, el cuestionamiento o la crítica ciudadana no se basa en “el historial de decisiones”, o en “la legislación planteada”, o en “la ideología del político”, sino que en cuestiones como “!¿y con qué cara este tipo viene a decirme a mí que un sueldo de $210.000 es digno, si acaban de aumentar, otra vez, su dieta parlamentaria?!”, o “¡estos tipos lo único que hacen es mentir y robar, ¿y se atreven a postular otra vez al Parlamento?!”, o “¡ganan más de 10 millones mensuales y lo único que hacen es calentar la silla…!”, y comentarios por el estilo. Comentarios que, reitero, tienen una connotación de crítica ética, no política ni ideológica.

Cada vez estoy más convencido de mis conclusiones cuando advierto al menos tres grandes errores en los grandes partidos políticos: (1) un error, por decirlo así, “orgánico”, en la forma por la cual los partidos desarrollan la política; (2) un error en la forma por la cual los dirigentes toman las decisiones sobre a quiénes presentarán como candidatos a los cargos públicos; y (3) un error en la motivación que plantean para ejercer el voto, es decir, en la propaganda política y en el discurso. El análisis tradicional, y que es, por cierto, muy mayoritario, consiste en candidatear, desarrollar convencer explicando una postura política o un interés, pero no sobre la base de lo que a la opinión pública más importa al momento de desaprobar a un político: la persona misma del político. Pero claro, este es un tema que a los partidos políticos no les agrada. No es conveniente para ellos enfocarse en las cualidades personales de un candidato; lo único que importa es la defensa de una ideología, la imagen y el poder de convencimiento. Y resulta medianamente razonable, pues por algo estas agrupaciones se denominan “partidos” y no “personas”.

Mi conclusión final: según esta lógica, que no les extrañe a los partidos tradicionales la influencia que muy imperceptible pero indeteniblemente comienzan a adquirir los candidatos independientes y las nuevas fuerzas políticas. Precisamente, es “la cara del mal político” lo que motiva al elector a “dar la espalda”, pues cuando un político pierde su ética, puede que gane un partido, pero jamás ganará una persona; y, por el contrario, los nuevos rostros políticos, los nuevos pactos y la aparición de nuevos intereses (como la protección del Medio Ambiente), frescos e inmaculados, obtienen el apoyo de todo el electorado que se encuentra exhausto de las promesas de políticos que, de una u otra manera, tienen sus pies en el poder, pero meritoriamente han perdido la cabeza.

Publicado en elblogdelucah.blog.com

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