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Elecciones que no eligen

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Las elecciones recién pasadas son capaces de mostrarnos un retrato del país que vivimos, ese que todos conocemos. Si bien el descontento hacia la institucionalidad política ha ido en aumento en los últimos 20 años, la mitad de la población sigue manifestando cierto grado de conformidad, mientras que la otra mitad de la población se manifiesta usando el derecho a guardar silencio, tal como podría hacerlo un imputado. ¿Será precisamente aquello? ¿Nos estaremos transformando en ciudadanos imputados, con el legítimo derecho a guardar silencio hasta que se demuestre nuestra inocencia? En ese caso, ¿cómo y cuándo demostraremos nuestra inocencia?.

Efectivamente estamos imputados por un sistema que cierra puertas a la opinión disidente y a quienes proponen cambios al sistema político y económico, sobre todo si se quieren cambiar las reglas del juego de quienes tienen actualmente el control. Existe una paradoja de la libertad que nos hace creer y pensar que tenemos posibilidades de elegir; Podemos, supuestamente, elegir lo que queremos comer e incluso podemos elegir, supuestamente, a quienes nos gobiernan. Esto forma parte de la misma cadena de selección de sistemas atados, donde la libertad se reduce a la intensidad del daño -mal menor, mal mayor-, pero en definitiva,  no al fin de las ataduras.

El domingo 17 de noviembre se enfrentaron en las urnas 9 candidaturas presidenciales, de las cuales las 2 se manifestaban claramente como  anticapitalistas (Claude y Miranda); 2 se manifestaban casi-casi capitalistas o casi-casi anticapitalistas (MEO y Sfeir); y 5 candidaturas definitivamente capitalistas (Matthei, Bachelet, Israel, Parisi, Jocelyn-Holt). Es decir, que en esta contienda hubo tres posturas políticas respecto al futuro-presente del país, tres definiciones del rol del Estado, el rol de los ciudadanos y por cierto, el rol de los empresarios. Sin embargo, los resultados electorales no son capaces de mostrarnos el Chile que se vive diariamente en las calles. Estos resultados no son capaces de mostrarnos el Chile que se seca día a día (y no solo por la escasez de agua en sus ríos). Los resultados del 17 de noviembre no muestran al 80% de población que está a favor de la recuperación del cobre, al 70% que quiere una nueva constitución, al 85% que quiere educación gratuita. Por el contrario, los resultados electorales nos demuestran que se ha ido secando el ímpetu de transformación de millones de chilenos.

Precisamente por lo señalado anteriormente nos parece fundamental entender los elementos más profundos de nuestra polis. El sentido mismo de la democracia, de la legitimidad, y por sobre todo, el por qué y para qué se disputa el poder político. Algo ocurre en nuestro país, que más del 50 por ciento de la población prefiere guardar silencio.

Definitivamente la democracia en Chile ha perdido su sentido político, entendido como régimen, ha hecho abandono del principio fundamental de toda democracia: la voluntad general. Actualmente, en Chile la democracia se desarrolla abordándose como un mero mecanismo electoral, donde el sufragio periódico determina la representación de la institucionalidad política, transformándose en el único sustento y argumento en torno a la definición misma de democracia, entendiendo el conteo de votos como certificación de calidad que garantiza al Estado de Chile la legitimidad de autodenominarse: Estado democrático.

La ausencia de democracia como forma de gobierno, incluso mirada desde el capital social se hace presente en todo sentido; chilenos aislados, enajenados, de la directa participación en la toma de decisiones. En ese sentido, ¿quién necesita votar o participar si los esfuerzos o sueños son nada frente a la impenetrabilidad de lo impuesto por la institucionalidad? Uno de los tantos problemas que enfrenta nuestro sistema político es la pérdida de cohesión sociopolítica, lo que permite que el sistema quede completamente inalterable en su estructura rígida, ante una sociedad que se transforma día a día, pero obligando a la función de individualismo como forma de sobrevida, la que sólo profundiza y perpetúa la condición de precariedad social, política y económica.

Es evidente el déficit de vida democrática en nuestro país, que se refleja en un escaso desarrollo socioeconómico. Los indicadores educativos son uno de los más bajos a nivel mundial, el 52% de los adultos en Chile presenta analfabetismo funcional, el gasto público en salud es tres veces más bajo que en países desarrollados, sobran automóviles y tenemos déficit en viviendas, y podríamos continuar.

Ante estos y otros indicadores, sólo cabe preguntarnos, ¿qué tipo de gobernabilidad asiste a nuestro país? Efectivamente en Chile existe gobernabilidad, sin embargo está muy lejos de ser democrática. La estabilidad política y económica de Chile es propia de modelos totalitarios, donde un grupo pequeño determina las reglas de la polis, con una sociedad completamente alienada y enajenada.

Considerando la realidad política y electoral de Chile, nos parece que  la disputa por el poder político requiere necesariamente, si de verdad se pretende disputarlo, de legitimidad. Legitimidad entendida como la concreta voluntad política de ser un actor constituido y constituyente de las fuerzas políticas a nivel nacional, con conducción y propuestas políticas, posicionándose simétricamente entre los contendores. Es decir, no basta con ser actor que únicamente levanta demandas en un espacio de poder directo, sin pretender activamente alcanzar el poder para generar el impulso que lleve a resolver las demandas que se plantean.

Considerando la realidad política y electoral de Chile, nos parece que la disputa por el poder político requiere necesariamente, si de verdad se pretende disputarlo, de legitimidad. Legitimidad entendida como la concreta voluntad política de ser un actor constituido y constituyente de las fuerzas políticas a nivel nacional, con conducción política, con propuestas políticas, posicionándose simétricamente entre los contendores. Es decir, no basta con ser actor que únicamente levanta demandas en un espacio de poder directo, sin pretender activamente alcanzar el poder para generar el impulso que lleve a resolver las demandas que se plantean.

Si miramos las elecciones presidenciales recientes,  al menos cuatro candidaturas se levantaban a partir del posicionamiento de ideas, sin embargo, al menos dos de estas no pretendían entrar en la disputa por el poder político como medio para impulsar la política desde el Estado (como rol del éste), sino más bien, pretendían hacer patente problemáticas político sociales y económicas de nuestro país. ¿Entonces?, No basta con plantearse como demandante, en ese caso, la legitimidad entorno a obtener el poder político carece de sentido político, se desvanece inmediatamente el germen de obtener el poder, es decir, cumpliría el rol de un grupo de poder que demanda a la institucionalidad establecida cambios, transformaciones o reformas, modificando el espacio de disputa en un espacio de visibilidad. En estas circunstancias se estaría concurriendo en la minimización del sentido propio del proceso de representación política en el Estado (como ente que regula las relaciones de poder en su interior), sobre todo cuando las alternativas de poder se plantan ideológicamente distintas en la relación Estado-Sociedad Civil.

En Chile, estamos frente a una estabilidad política y económica sostenida desde las imposiciones económicas desde los años 80, cuya base se sustenta en el miedo. Miedo profundo y transmitido, incluso generacionalmente, a través del relato y el ADN, que forma parte de nuestra historia y define condiciones y decisiones. No sólo el miedo a la violencia y la tortura, sino que el que se expresa en lo cotidiano, en el día a día, en nuestro trabajo, estudio, salud o lo que de ellos se obtiene.

El miedo, la alienación, la enajenación, la imputación de una sociedad ajena a su devenir; se inmoviliza de tal forma que traspasa la cabina, define el voto o lisa y llanamente, lo indetermina, reflejándose en una sociedad que entre líneas plantea: “no queremos cambios profundos ni garantías de derechos, sabemos que no somos libres de soñar con nuestras garantías de derechos”, completamente atados racional e intuitivamente, determinamos por seguir los caminos trazados del sistema.

Finalmente, el tránsito de la polis hacia una sociedad legítimamente democrática, declarada inocente ante el porvenir de su propia historia, con la capacidad de demandar, pero sobre todas las cosas, con la capacidad de autogobernarse ejerciendo el derecho a la voluntad general, depende sólo y únicamente de confluir en la voluntad de ser políticamente parte en la toma de decisiones, porque en ese caso, se requiere mucho más que una elección para ser derrotado.

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Foto: vanya_fotos / Licencia CC

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