Bastante frustrado resultó el contenido del testamento de Pinochet y el cambio de albacea. Pero quizás sirva para pensar qué fue lo que realmente dejó en testamento para la gran mayoría de chilenos. Al menos para mí, son los recuerdos de un ser monstruoso cuya figura me parecía atemporal, anclada en lo más profundo de la conciencia propia y colectiva, omnipresente para aquellos que como yo, nacimos durante la primera década de su dictadura, en medio de uniformes, toques de queda, desaparecidos y los programas PEM (Plan Empleo Mínimo) y POJH (Plan Ocupacional para Jefes de Hogar). A finales de los ochenta yo era sólo un niño, pero sabía que debíamos temer más a los uniformados que a los ladrones, ya que los primeros asesinaban a más chilenos que los entonces llamados “patos malos”. Siglas como CNI o DINA eran comunes en las conversaciones clandestinas de bares y esquinas, mientras palabras como “revolución”; “compañero”; “pueblo” y otras más, estaban desterradas del lenguaje común.
Al Chile de hoy, la dictadura de Pinochet le ha dejado mucho por lo que maldecir: los muertos, los desaparecidos, el sistema económico, el terror, la desarticulación de nuestras organizaciones populares, un Estado y una sociedad civil que actúan bajo la Constitución Política de 1980.
A diferencia de Iván Moreira, preocupado de que el dictador en su famoso testamento le dejara su bastoncito, la gran mayoría de chilenos no podemos esquivar su maldita herencia: Pisagua, Villa Grimaldi, Tres Alamos, Tejas Verdes. Y no podemos olvidarla. No olvidamos el bombardeo a La Moneda, al Compañero Presidente Allende, las torturas, las violaciones, los secuestros, los quemados en hornos y con ácido, los fusilados, los atormentados hasta con electricidad, la caravana de la muerte, el asesinato de Prats, la operación Colombo, la operación Cóndor, el atentado a Letelier, los Hornos de Lonquén, el degollamiento de Tucapel Jiménez, asesinatos de líderes sindicales, los secuestros y degollamientos de Parada, Guerrero y Nattino. No olvidamos el asesinato de Pepe Carrasco, ni mucho menos la operación Albania, como tampoco a Rodrigo Rojas De Negri y la estudiante Carmen Gloria Quintana, quemados por una patrulla militar en Villa Francia. No olvidamos la represión, los apremios ilegales, las desapariciones, el exilio, los relegados, los desterrados, el enclave nazi de Villa Babiera. No olvidamos el rostro y cuerpo desfigurado del compañero Víctor Jara, los asesinatos de los abuelos, mujeres embarazadas, niños inocentes y llenos de vida. No olvidamos los saqueos, los robos, las quemas de libro, los allanamientos, los hermanos Vergara Toledo. No olvidamos a José Tohá, Miguel Enríquez, a Sebastián Acevedo y su lucha, a Ernesto Zúñiga, asesinado por la CNI, al padre Woodward, torturado hasta la muerte en La Esmeralda, a Edison Palma, de sólo 15 años, asesinado por agentes del Estado, a Jecar Neghme, y a tantos otros hombres, mujeres, ancianos, niños, campesinos, obreros, profesionales. No olvidamos.
La primera y más visible consecuencia es que, a pesar de todo lo dicho sobre la manoseada reconciliación, las heridas están abiertas y sangrantes como el primer día, mientras las posiciones siguen siendo antagónicas entre los sobrevivientes de aquella época. La segunda y más importante, es que la derecha chilena queda de cierta forma, libre de la carga que significaba la presencia del dictador, y de la vinculación directa como herederos de la dictadura. Por fin podrán sacarse el lastre que significaba Pinochet y disfrazar su patriotismo de la llamada nueva “tendencia liberal”.
Piñera y toda su gente recogen la vieja arenga de “pan y circo para el pueblo”, con medidas populistas y derroche de palabras aduladoras para un Chile que afortunadamente está despertando en conciencia social
Lo que dejó el dictador genocida Augusto Pinochet a todos nosotros es una herencia de horror que, 38 años después, aún nos pesa. Es necesario rescatar nuestra memoria histórica desde las fauces del régimen fascista que bañó a nuestro pueblo de sangre de todas aquellas víctimas, produciendo la tragedia más grande de nuestra historia.
Es nuestro deber como seres comprometidos no olvidar hechos como estos para que se esclarezca la verdad, porque la verdad es el primer paso hacia la sanación de nuestra sociedad. Sin verdad tampoco habrá justicia y sin justicia nuestra sociedad jamás será libre.
* Felipe Henríquez Ordenes. En twitter: @PipeHenriquezO
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