Si hubiera votado por el actual presidente, estaría muy preocupado.
No lo hice, pero estoy igualmente preocupado.
Hubiera preferido que el gobierno se instalase, hiciese lo que se propuso hacer, mostrase su verdadero carácter y, a su término, permitiese el libre cotejo de ideas con el otro referente, llámese como se llame.
O sea, en breve, la democracia.
Y que nosotros estuviésemos dedicados a la alternativa, a la oposición positiva, clara nítida, propositiva y alternativa.
En cambio, estamos dedicados casi mórbidamente a contemplar el espectáculo que se despliega frente a nuestros ojos: Un concierto para desatino solista, coro y orquesta.
Este concierto ha sido extremadamente creativo, en lo externo. Hasta simpático a veces, entre los Robinsones, los Parras insepultos, los fenómenos telúricos de letras cambiadas, los árboles sagrados, las inscripciones en libros de visitas, über Alles.
Pero en lo interno, el asunto deja de ser simpático. Estamos presenciando un festival de malos hábitos políticos que parecen sacados de la antología de todo aquello que nos avergonzó en los veinte años de la Concertación y que ellos nos enrostraban con ira profunda, los ojos inyectados en sangre y rompiendo lanzas por el vendaval de desgobierno que se había desatado sobre la nación. El supuesto nepotismo, la corruptela generalizada, la ineficiencia crónica y estructural. Todos esos males debían contrastar vivamente con el gobierno de la excelencia y la eficiencia.
Es absolutamente innecesario describir el actual estado de cosas. La ciudadanía comprueba que el gobierno no ha sido de excelencia, sino ha demostrado una enorme ineficiencia en el proceso de instalación y se limita a gobernar de manera reactiva, con un ojo en el rating de las encuestas. Que, por lo demás, han sido fatales en este último tiempo.
Por otro lado están las innumerables promesas incumplidas. La letra chica, las agudas diferencias entre lo prometido y lo que “vamos a”. Esta frase se ha hecho un cliché y aparece demasiado frecuentemente en sus discursos.
Cuando hay que hacer política, esa actividad desprestigiada que supuestamente era nuestra única y fatal ocupación, se hace ahora de manera tardía, torpe y testaruda, las tres t que debiera evitarse cualquier gobierno serio.
Cuántas veces escuchamos hablar de las irreparables grietas que asomaban en la Concertación. Se pronosticó la desintegración total muchas veces. “Vamos a” instalar el gobierno de la Unidad, se nos anunció.
Yo, al menos, no recuerdo que nos hayamos tratado de imbéciles ante funcionarios extranjeros. Teníamos nuestras diferencias, y las seguimos teniendo, por cierto. Por algo, nuestro ícono era un arcoiris.
Ahora asoma en el horizonte el momento de la verdad. El terremoto del absurdo. La permanencia en su cargo de una persona que ha roto todas las normas de decencia política y ha sentado nuevos estándares de corrupción, nepotismo y engaño a la opinión pública, es una situación que no debe tardar en resolverse más allá de sus “vacaciones”. No quisiera estar en los zapatos del presidente. Se encuentra ante una disyuntiva del tipo que no tiene triunfo posible. Sólo podrá atenuarse el daño con aquella alternativa que tenga un menor costo político. Una elección entre la ruptura probable con una fracción importante de sus aliados y la aceptación irrestricta de la deshonestidad.
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