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El mercado, los tomates y la educación

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Hay dos maneras de ser idiota. El ser humano ha demostrado plena competencia en ambos. Ha explorado sus extremos, pero en su movimiento pendular no ha sabido encontrar el centro. Nos referimos – como no – al tema del mercado.
 
¿Cuáles son las dos expresiones de la estupidez?  La primera es negarlo. Se ha intentado muchas veces en diferentes épocas y lugares. Se captura al público, por voluntad o por la fuerza, con argumentos como el de la bondad y la justicia, de que debieran estar todos los bienes a disposición de quien los necesite y en una cantidad y calidad adecuada. Todos sabemos a dónde conduce aquello: la escasez, el mercado negro, la corrupción. Al final, no existe ni justicia ni nada. Un desastre.
 
Obviamente, la segunda estupidez, acaso más voluminosa aun, es dejar al mercado como árbitro regulador de todas las necesidades humanas. Cuando se pasa de la primera estupidez a la segunda, todos los problemas parecen solucionarse como por arte de magia. Donde no había pollos, ni azúcar, ni harina, ni carne, aparecen de pronto todos estos productos en abundancia. Más caros, desde luego, pero los hambrientos  se sienten en Jauja y no les importa pagar unos pesos, o rupias, o dinares, o dólares más.
 
Pero tal como el primer desvarío humano produce los males ya citados, el paso a la segunda sinrazón tendrá también sus consecuencias.  El motor del sistema de libre mercado es el dinero, el lucro. Preguntarán sus defensores (sí, todavía los hay y muchos): ¿Qué tiene de malo una justa recompensa por los servicios ofrecidos? No cabe sino responder: Nada.  Todos trabajamos para obtener una recompensa en dinero que nos permita vivir. Ya sea que conduzcamos el metro, enseñemos en la escuela, hagamos pan o diseñemos casas. Nada de malo hay en desempeñar una función rentada. Pero ocurre que cuando el mercado es el único emperador que rige nuestras vidas, aquella sana ambición se transforma en malsana codicia. Esta última es una enfermedad mental que provoca un ansia de adquirir dinero sin límite alguno. Más allá de toda racionalidad. El codicioso no tiene freno, ninguna cantidad es suficiente. Pasa sin darse cuenta el punto en que sus bienes son suficientes para dar una vida de reyes a varias generaciones sucesivas. 
Pero el enfermo no piensa en aquello, inmerso en su actividad lúdica que consiste en tener más que su vecino, sus familiares, sus amigos, si le queda alguno. Nada lo satisface, nada lo hace feliz. Como todo enfermo mental, el sujeto dominado por la codicia es profundamente desgraciado. Pierde sus contactos humanos, su autoestima no se sustenta más que en el volumen de su cuenta bancaria. Paulatinamente se va alejando de las emociones, de la risa, del goce simple de una buena comida. Paradójicamente, se siente inseguro, incomprendido y mal querido.
 
Pues bien, en ese tipo de personas hemos confiado para que administren nuestra economía. Obviamente, sus parámetros no tienen ninguna relación con nuestra lógica. Destaca en su curioso léxico el verbo optimizar. RAE lo define como la mejor manera de realizar una actividad. El común de las personas entenderán por ello una manera que logre el mejor resultado con el menor costo. Los adictos del mercado y en fases avanzadas de contagio con el virus de la codicia entenderán otra  cosa. Optimizar es obtener una mayor ganancia de dinero a cualquier costo. Para ello, son capaces de envenenar a las personas con toxinas,  desarrollar remedios que causan más enfermedad que salud, crear vicios para vender sus productos, y toda otra suerte de tropelías para lograr su único y solitario fin, que es el de engrosar sus billeteras.
 
Pero volvamos  a un tema muy de moda en el mundo entero: la educación. Se trata de un bien inmaterial, difícil de medir y cuyos frutos sólo se verán con los años, cuando sea demasiado tarde para hacer efectiva una hipotética garantía. Nadie puede ir a la edad de cincuenta años a su escuela y exigir una indemnización  por la mala calidad de lo que le entregaron como educación. No funciona como el hecho de vender tomates en la feria y competir con otros tomates en precio, calidad, sabor y tamaño. Crear un sistema educativo que cubra las necesidades del país es un trabajo conjunto de toda la sociedad, ejecutado por sus mentes más brillantes, personas de probidad e intenciones demostradas a lo largo de una vida. Mujeres y hombres sabios que estén más allá de toda sospecha. Aunque escasos, en toda sociedad se encuentran individuos de esa especie. También se debe recurrir desde luego, a referentes de otros países y de otras épocas.
 
Un trabajo arduo y extenso que debe contar con aportes generosos, paciencia infinita y un cierto rigor en la hora de tomar decisiones. Algo que hemos postergado demasiado tiempo y que nuestros estudiantes han sacado a la luz. Hemos encontrado nuestros problemas y nuestras contradicciones envueltas en telarañas y olor de moho y humedad.  Recuperarla es una tarea impostergable y de primera prioridad.
 
Lamentablemente, quienes nos gobiernan parecen haber tomado otra senda. Adoradores del mercado, han desechado toda insinuación que se refiera a sus evidentes carencias. Con insistencia majadera, quieren confiar al mercado la solución de los graves problemas que acusa nuestra educación. Han hecho mofa de nuestros temores, han ignorado nuestras razones.
 
De manera que tendremos una educación optimizada en el lucro, que  es su principal fin. Su prohibición se circunnavegará para burlar las mínimas trabas legales. La mugre se barrerá bajo la alfombra. Nuestra educación seguirá cuesta abajo. Muchos de nuestros jóvenes no sabrán leer, y si aprenden a deletrear, no serán capaces de comprender un texto básico. Su ignorancia los hundirá  cada día más en la miseria. La única prioridad es la de terminar con las protestas y sacar a la gente de la calle. Para lograrlo, se está dispuesto a asumir el costo de una baja de intereses bancarios, algunas becas suplementarias, dos o tres retoques estéticos al sistema que lo hagan menos odioso y la creación de un fondo fantasma que se desvanece en su fatuidad.
 
En el interior del alma de nuestro país habita una pena, una enorme frustración, una sensación de despojo. Cuando se está  muy al oeste de la vida, en la proximidad del ocaso, se puede refugiar uno en los recuerdos de días más tibios y brisas más amistosas. Cuando se es joven, este dolor se traduce en rabia, sensación de impotencia y rebeldía. El país enferma y se torna febril. Agoniza el diálogo, aflora el fanatismo. Las posiciones se hacen irreconciliables, se rompen los vidrios ante el estridente ruido de la ira.
 
Tenemos que aprender que el mercado es el mejor sistema para producir, transportar y vender tomates. Insuperable. No cabe discusión alguna. Pero es absolutamente incapaz de producir y repartir educación o salud. Ciego en su afán de ganancias, nos hundirá en un negro océano de ignorancia y enfermedad.  
 
Nos deseo sabiduría, fervor y paciencia.  Y fuerza suficiente para verterla en generosidad.  
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