A principios del siglo XX, mientras las élites globales vivían un bacanal romano, una vida de excesos y lujos, en las profundidades de la tierra un ruido tembloroso avanzaba por galerías subterráneas amenazando con hacer estallar todo. Era el fascismo, un movimiento de odio que el capital vio con buenos ojos al comienzo, pensando en una estrategia de control de masas para acabar con el marxismo, pero que terminó siendo la mayor tragedia política de aquel siglo.
Chile no escapó de aquel huracán de terror. En 1930 fue el país más afectado por la crisis económica mundial, debido a su estructura extractivista, dependiente del mercado exterior y una clase alta que disfrazaba de liberalismo su carácter rentista, en oposición a las burguesías industriales que lideraban los países más desarrollados en el hemisferio norte. Su sistema político conservador en lo moral/liberal en lo económico se hundía conforme avanzaba una sociedad de masas que ya no estaba dispuesta a mantener el orden colonial. Podríamos decir que tras sucesivas revueltas, masacres y desestabilización política, que incluso llevó a cambiar la constitución, en 1925, vino el estallido, en 1932. Ese año la élite supo que su proyecto portaliano, el que reivindicaba la pirámide social premoderna, había llegado al fin de la manera más gráfica: con un gobierno anarquista en el poder.
En ese ambiente de caos, tanto por el conservadurismo como por nuevos movimientos políticos como el nazismo chileno, se intentó crear un programa fascista para impedir que la izquierda llegara al poder, despreciando incluso al liberalismo. El colapso institucional animó a la extrema derecha a buscar el predominio a través del miedo y la agitación, que en el caso chileno no llegó a buen puerto. Sin embargo, he aquí lo importante: rescataría las bases de este proyecto moderno para salir de su mentalidad pre moderna y aventurarse a una nueva relación con lo político, décadas después.El legado colonial ha acompañado culturalmente a Chile hasta la actualidad, y ha creado el espacio mental a defender por el conservadurismo y liberalismo, marcando el atavismo a valores como el patriarcado, la sumisión, el castigo y la violencia simbólica
A pesar de no conseguir detener el marxismo ni capturar el poder, el fascismo en general, y el nazismo en particular, pudo tener notable influencia en el país a través de las Fuerzas Armadas, algunas áreas en educación y a través de diversos canales de expresión de la comunidad alemana chilena, que sentía diversos grados de afinidad con el nazismo dada la influencia del pangermanismo, tras las guerras napoleónicas. Fueron justamente estos últimos, más agregados comerciales y simpatizantes políticos del nacismo los que generaron contactos estrechos con el régimen nazi alemán. A medida que aquello fue escalando, EEUU fue progresivamente subiendo el tono de advertencia para que Chile cortara estos vínculos, y fue así como la Policía de Investigaciones chilena generó los informes que dieron paso al quiebre de relaciones, antes del fin de la guerra. Esto da cuenta del triste registro mundial de Chile como país neutral ante la lucha contra el fascismo de Alemania, Italia y Japón, algo que solo cambió unos meses antes del fin de la guerra.
Posteriormente, llegó una nueva oleada de inmigrantes alemanes escapando del desplome del régimen nazi, donde podemos encontrar nombres como los jerarcas Walter Rauff y Paul Schaeffer o soldados como Michael Kast, padre de José Antonio Kast. Este grupo de nazis colaboró activamente con la dictadura de Pinochet, creando centros de tortura como Colonia Dignidad y colaborando en entrenamiento a militares chilenos para mejorar sus destrezas en asesinatos, torturas y espionaje. Hubo centros de tortura a escala, como el de la subcomisaría de Paine, donde 70 personas fueron asesinadas o torturadas; actos en los que Michael Kast colaboró, según consta en documentos judiciales y en la declaración de su propio hijo Christian Kast (2003, Causa Paine. Fojas 5.979 del tomo XVIII) .»
Si bien después de dictadura hubo rearticulaciones del fascismo, como las del actual agitador político de la campaña de Kast y ex líder neonazi Alexis López, lo cierto es que el denominador común fue el bajo perfil. Así, dirigentes de la UDI, entre ellos Hernán Larraín o Víctor Pérez, trabajaron en la defensa de Paul Schaeffer, y trataron de proteger en lo posible la obra de los colonos frente al juicio. No sería hasta el comienzo de una ola neoconservadora a escala global, tras el fin de la década del dos mil donde progresivamente el pinochetismo, el neonazismo y nuevas ideas alt right comenzarían a expandirse, acusando a los partidos de derecha de debilidad y tibieza ante la “amenaza terrorista marxista” de políticos como la social demócrata Michelle Bachelet o el liberal de centro izquierda, Alejandro Guillier.
Desde la misma UDI, surgió el liderazgo de José Antonio Kast, quien generó esperanza en el votante pinochetista, en gremios nostálgicos de la dictadura y en militares condenados por violaciones a los DDHH (como es el caso de Miguel Krasnoff). Kast partió, al igual que Trump, con altísimos índices de rechazo en la población restante, en las primeras encuestas que lo mostraban como personaje público. En ese tiempo la izquierda se reía de las posibilidades de este referente, mismo error cometido por otras izquierdas en el mundo.
Tras el estallido social, poco a poco ese malestar conservador fue tomando forma electoral y dominando la agenda mediática. Sin embargo, a diferencia de referentes políticos autoritarios como Donald Trump, Víctor Orban, Javier Bolsonaro o Javier Milei el perfil de Kast llama la atención por una templanza en oposición a su discurso. Lo sorprendente no solo era que no se trataba de un agitador clásico de ultra derecha, sino de un personaje más bien parsimonioso, flemático. Además, a diferencia de otros líderes autoritarios, no esconde su simpatía por la dictadura pinochetista, hizo un programa económico basado en ese período, llama a vivir en un estado de excepción permanente, y a regirse bajo valores conservadores. También llama la atención el que en vez de prometer más protección social y económica a cambio de votos, como sucede en los fascismos tradicionales, Kast llama a que la gente acepte la desigualdad como natural, con un Estado mínimo, y sin protestar bajo amenaza de secuestro o algo peor.
El primer mundo no puede entender cómo alguien que tiene cierta similitud con Hans Landa, el personaje de Tarantino, podría tener una oportunidad en Chile. Pero ese primer mundo seguramente no conoce el nivel de daño emocional que tiene la sociedad chilena, los tremendos conflictos que se guardan desde el origen y que se esconden en la vitrina global tal como el famoso iceberg de Sevilla 92, que quería mostrar una no-identidad en reemplazo de un trauma imposible de aceptar. Los principales periódicos del orbe ven con estupefacción como un mensaje de odio y miedo ha destruido toda racionalidad política, amenazando con llevar al abismo a un país que se destacaba en la región por su moderación electoral. La accidentada geografía emocional de Chile impulsa cíclicamente aventuras que inevitablemente terminan en sangre, guerras civiles, de las cuales nadie se hará cargo para mantener el mito del país más estable de América Latina y de las cuales, tras el paso del tiempo, quedan solo recuerdos vagos, tal como sucede tras cada terremoto.
Así como el legado colonial ha acompañado culturalmente a Chile hasta la actualidad, y ha creado el espacio mental a defender por el conservadurismo y liberalismo, marcando el atavismo a valores como el patriarcado, la sumisión, el castigo y la violencia simbólica expresada en origen de clase, el fascismo ha sido el elemento moderno por definición en la cultura política de derecha. Ambos patrones culturales coexisten en discurso y acción. Esto, por supuesto, se extiende por reflejo al resto de la sociedad. Por tal razón aquella frase de “en cada chileno vive potencialmente un Pinochet interior” toma fuerza en épocas de crisis.
Chile, desde los soldados que inventaron la nación hasta la actualidad, solo podrá imaginar otra sociedad posible en la medida en que la educación, en su más amplio sentido, permita contar esta historia de violencia que es la misma Historia de Chile. La gran pregunta sigue siendo el cómo lo haremos, cuándo y a qué costo.
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