Los problemas que enfrentó la administración Bachelet llevó a algunos a acuñar la idea de “fin de ciclo” en la política chilena. Con ella, se trató de capturar lo que sucedía al interior de la Concertación, que comenzaba a vivir fracturas internas por la migración progresiva de parlamentarios desde sus partidos de origen. Alcanzó su punto culminante con la división, en tres candidaturas, en la última primera vuelta presidencial.
Con la llegada de la derecha a La Moneda y la consagración de la alternancia, se pensó que se producía la circunstancia idónea para el cierre de una etapa y comienzo de otra. Sin embargo, al día de hoy, parece evidente que el fin de ciclo es un proceso en curso. Existe cierta conciencia, todavía difusa, de que se vincula más con una dificultad para procesar demandas múltiples y complejas, en una sociedad enferma de segmentación, que con el comportamiento interno de una u otra coalición. El triunfo electoral de Piñera ha venido a contribuir a la generación de una estructura de oportunidades políticas que propicia la movilización popular, antecedida y acompañada de eventos que inciden en el descrédito de las instituciones tales como conflictos de interés, irregularidades intermitentes y reemplazos parlamentarios que escamotean la voluntad popular, por citar algunos ejemplos.
A Chile no le gusta mirarse en el espejo de América Latina pero, en el pasado reciente, otro país lo antecedió como modelo de la región. Nos referimos a Venezuela, que también centró el funcionamiento de su naciente democracia de los 60 en un sistema de conciliación de intereses. El nuestro ha sido elitista mientras el de ese país, por las características de su Estado rentista, de tipo populista. En ambos casos, de un partidismo cupular. Es cierto que Chile no ha vivido, por suerte, coyunturas críticas como la explosión social denominada Caracazo ni las dos intentonas de golpe, en el año 1992. Pero sería miope no admitir que la movilización estudiantil del 4-A, que retrotrajo a las protestas del régimen militar, constituye un punto de inflexión en el ascendente malestar antecedido por Barrancones, Magallanes e Hidroaysén. Se han visto facilitados por las redes sociales y ya no pueden ser descalificados fácilmente como reivindicaciones corporativas. Por otro lado, parecen refractarios al recurso tradicional de las comisiones para la búsqueda de soluciones. Aunque no es posible asimilarnos a la situación convulsa de la Venezuela previa a Chávez, muchas de nuestras protestas arrastran desde hace rato un componente violento y anómico.
Chile comparte, al día de hoy, dos de los nudos problemáticos de la Venezuela de los 90: crisis de credibilidad de las instituciones públicas y desgaste de procedimientos para llegar a acuerdos. Es cierto que, a diferencia de Venezuela, no presenta deficiencias administrativas de su burocracia estatal ni tampoco crisis fiscal del Estado y debilidad del aparato productivo privado. Lo contrastante es que, a pesar del crecimiento económico inédito en los últimos dieciséis años, los chilenos mantienen una percepción pesimista. La última encuesta CEP arroja que se duplicó el índice de los que creen que la economía empeorará y un 54% dice que el país está estancado. Esto último solamente viene a confirmar que la privación material puede ser causa necesaria, pero no suficiente, para explicar la acción colectiva.
No faltan algunos desaprensivos que le restan importancia a estos asuntos, señalando que la oposición, sea cual fuere, nunca ha recibido históricamente mayores índices de aprobación que los actuales, o que el porcentaje de personas que no adhieren a las dos coaliciones es un dato normal entre elecciones. Por otro lado, mientras algunos recomiendan mantener firme el timón y no conceder “ofertones”, escudándose en el velo del populismo, otros señalan que asistimos a una rebeldía contra la desigualdad que, entendida solamente en términos materiales, encontraría respuesta en una reforma tributaria. También existen los que plantean que demandas de amplia legitimidad social como la educación de calidad más bien esconderían una apelación más amplia por derecho a expresión y participación que bien podrían ser respondida con la batería de reformas políticas que se arrastran en el tiempo. Nos referimos a primarias, sistema de reemplazos, voto extraterritorial, financiamiento estatal de los partidos e inscripción automática y voto voluntario. Un recurso similar se siguió en Venezuela. Como respuesta a los indicadores preocupantes de abstención electoral y distanciamiento de los partidos se idearon un conjunto de reformas, contundentes en su momento, centradas en transformaciones sucesivas de su sistema electoral, introducción de la revocatoria de mandato de alcaldes y gobernadores regionales y modificaciones que avanzaron hacia la descentralización política. Sin embargo, no fueron suficientes.
El caso venezolano ayuda a entender que, llegados ciertos momentos, la estabilidad depende, no solamente de la posibilidad de incorporar al sistema nuevos actores o propuestas parciales de reformas, sean éstas políticas o económicas, sino del desarrollo exitoso de nuevas reglas y mecanismos de manejo del conflicto entre las elites tradicionales y las que emergen, generando condiciones para la inclusión. Es probable que lo que subyace a la revolución de demandas insatisfechas que le han venido a estallar a la cara al actual gobierno tiene más que ver con la aspiración a un modelo de democracia enmarcada en una nueva Constitución de la que todos se sientan parte. Se trata de entender que la política, como orden, no se reduce a la seguridad ciudadana o a la capacidad de aplicar la ley según la visión de democracia legal del neoliberalismo sino, como diría Gamble, de “la dimensión reguladora de lo político que se plantea el interrogante de cómo deberíamos vivir”. Es quizás por ello que la demanda creciente por una nueva Constitución, que supere la ilegítima del 80, no es la idea descabellada que El Mercurio se esfuerza en hacernos creer cuando insiste en colocar a Venezuela, Bolivia y a Ecuador como antimodelos. En una de esas, Chile puede terminar pareciéndose a Venezuela, no tanto por emularla en la senda constitucional, sino por no hacerlo a tiempo.
Al Presidente que pensó que podría reducir su mandato a un asunto fácil de gestión, le ha salido al paso un desafío mayor que la lucha contra los abusos que La Polar descubrió: la gobernabilidad para el cambio.
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