Queremos recorrer algunas de las aproximaciones y diferencias entre proyectos y concepciones de buen vivir y perspectivas ecofeministas actuales. Nos importan, y no poco, las posibilidades que ellos tienen de formar parte del proceso constituyente que estamos viviendo. Ya en octubre de 2021, la Convención Constitucional chilena declaraba sesionar en un contexto de emergencia climática y ecológica, reconociendo las condiciones críticas de nuestros ecosistemas a nivel planetario. También el decir de un buen vivir ha aparecido en varios documentos de los debates convencionales.
En estos tiempos estamos experimentando un mundo posicionado ante la crisis socioambiental, y, también se afirma, ante la inminencia de las catástrofes como parte de los efectos del proceso de calentamiento planetario y la pérdida de la biodiversidad. Nos volvemos así conscientes de cuáles son nuestros modos de habitar la Tierra y los modos de relacionarnos en las sociedades. La intuición de las alternativas emerge de estos reconocimientos. Tanto los ecofeminismos como los buenos vivires se posicionan de manera de repensar creativamente, esto es, como liberación en nuestros modos de vida. De allí surgen propuestas para transformar la cultura, y las instituciones políticas y económicas. Se trata de una actitud alternativa, de unas formas de la libertad, que proponen imaginar otra “realidad” que los modos actualmente hegemónicos –los que predominan en los imaginarios sociales con el poder del presente.
Señalan así en la dirección de un reconocimiento de una modalidad técnico-utilitarista de las relaciones con la Naturaleza y entre nosotros mismos, lo que se transparenta, por ejemplo, en los discursos acerca de los “recursos naturales”. El impulso para la separación de este antropocentrismo dominante, tanto en lo cultural –de cosmovisión–, como en el cotidiano –de la práctica personal de todos los días–, es común al buen vivir y al ecofeminismo. El buen vivir se hace aquí más bio o ecocéntrico, destacando el rescate de lo humano dentro del conjunto de la Naturaleza y las formas de la vida, mientras se disuelve el carácter de un “centro jerárquico de lo real”. El ecofeminismo, por su lado, en su crítica de los comportamientos sociales de control, señala al androcentrismo que hace de una imagen del varón humano la medida de los mundos, y desprende de ese criterio unos valores de la jerarquía, los órdenes de la dominación y el conflicto social. A ellos se oponen otros valores de la horizontabilidad y del cuidado.
Hay, pues, en ambos, una denuncia de las estructuras sociales jerárquicas actuales de dominación y subordinación, siendo el patriarcado el extenso paradigma que las expresa en el lenguaje ecofeminista, mientras los buenos vivires hablan de la modernidad, el capitalismo y el colonialismo, como época del mundo de exacerbación de unas jerarquías. Ambos elaboran en lo alternativo a las hegemonías, en los caminos de la inauguración posible de esos otros mundos de las utopías.
Así también se aparecen tanto en el plano de las concepciones de mundo como en los movimientos sociales concretos que procuran nexos, convergencias y mayorías. Comparten un diagnóstico respecto de estructuras presentes de explotación entre los seres humanos y con la Naturaleza. Sus paradigmas indican la sustitución de esas estructuras por modalidades de armonía, interdependencias y respeto en las relaciones entre todo lo que existe.
La construcción histórica de categorías culturales binarias jerárquicas, se dice, pone al ecofeminismo del lado “débil” en los pares masculino/femenino, razón/emociones y mente/cuerpo, y respecto de las disidencias de género. En el caso del buen vivir esos pares son, más bien, los de cultura/Naturaleza, y occidental/no occidental o moderno/tradicional.
Tanto los ecofeminismos como los buenos vivires se posicionan de manera de repensar creativamente, esto es, como liberación en nuestros modos de vida
Los buenos vivires demuestran un lado abierto a la influencia de las formaciones culturales no occidentales y no modernas. La apertura a las tradiciones de los pueblos indígenas que perviven en las sociedades latinoamericanas, el aprendizaje desde ellas de un mensaje para la superación del paradigma de la modernidad, el encuentro con un modelo para lo alternativo, es parte integral de su concepción. De este lado, el ecofeminismo se alimenta, más bien, de derivaciones de lo que en la modernidad se llama “pensamiento crítico”, un racionalismo que se cuestiona permanentemente en sus fundamentos, presenta flexibilidad cognitiva, y busca la coherencia mientras conceptualiza desde distintas perspectivas. El ecofeminismo indicará entonces hacia la presencia del patriarcado incluso en las herencias indígenas.
De aquí que el ecofeminismo parezca un proyecto de sociedad y mundo ubicado dentro de lo políticamente alcanzable en las transformaciones del poder. En cambio, el buen vivir aparece más cerca del lado del pensamiento utópico, de la propuesta desde una inquietud utópica –-y como un proyecto que implica transformaciones que lo “real” impone como imposible y, sin embargo, también como imposibles de callar-.
Ambos deben ser ubicados como proyectos sociales en la libertad. Como liberación de estructuras de dominio para lo verdaderamente nuevo, socialmente improbable y, a veces, insólito. Quizás tanto de recuperación de tradiciones que reaparecen como valiosas, como del descubrimiento de lo que nunca antes se ha vivido y conocido.
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