La sustentabilidad exige planificación, pues no existe otra forma de regular la interacción entre humanidad y naturaleza para evitar el colapso, no obstante, la dificultad de la tarea se debe a que ello se debe realizar al amparo de un sistema económico neoliberal que prohíbe planificar, o al menos planificar para todos.
Cada 22 de abril desde hace ya unos años se celebra el Día de la Tierra. Año a año, gobiernos y organizaciones no gubernamentales aprovechan esta instancia internacional para remarcar las buenas intenciones que sus acciones tienen para con el planeta. La importancia de proteger los glaciares es indudable, urgente y necesaria, como también lo es la necesidad de que nuestras ciudades sean espacios de encuentro entre sociedad y medio ambiente. No obstante, no se está en presencia de un fenómeno sólo ecológico, sino que también social, pues ha sido el ser humano la principal fuerza inductora de los grandes cambios a escala global, por lo cual la respuesta no puede ser otra que política.
¿Qué habrá pensado el que cortó el último árbol? preguntó un alumno a Jared Diamond –autor de “Colapso”– haciendo alusión a la exitosa economía de subsistencia que la sociedad de Isla de Pascua mantuvo por más de 700 años, pero que debido a la presión excesiva sobre su ecosistema terminó en un colapso generalizado. La respuesta de Diamond fue tajante: “las cosas no suelen verse hasta que ya han ocurrido y no hay retorno posible”.
Lo que ha vivido Chile durante su historia y que se ha hecho aún más evidente por el reclamo ciudadano, demuestra la prevalencia de la creencia que los ecosistemas son un sistema explotable y de capacidad infinita, sin concebir el potencial “colapso”, y del cual no tan sólo Isla de Pascua ha sido testigo. El espectro ideológico que sustenta está idea es bastante amplio. El Chile de mitad del siglo pasado, sustentó su crecimiento industrial sin ningún discernimiento territorial. Pese a ello, es a partir de los ochenta, donde fue evidente que los espacios naturales no eran un saco sin fondo, y frente a ello, poco o nada se hizo.
Desde la Cumbre de Río en 1992 y la posterior creación de la Comisión Nacional del Medio Ambiente en 1994, todos los gobiernos –Aylwin, Frei, Lagos, Bachelet y Piñera– han utilizado la sustentabilidad como apellido a las políticas de desarrollo, no obstante, la evolución institucional ambiental y las políticas públicas provenientes de ella, soló son un barniz en un sistema que no acepta la existencia de límites naturales ni de competencias ciudadanas para definir su propio devenir. Para modificar esa realidad es necesario asumir la sustentabilidad en su sentido más legítimo, sin disfraces ni matices. Se trata entonces de abordar el desarrollo, en tanto se reconocen los límites que el espacio natural nos impone (dinámicos y variables), previniendo y reduciendo los impactos que en ella generan nuestras actividades, para de ese modo progresar a mejores condiciones de vida individual y colectiva. Para ello la descentralización del poder resulta imprescindible, pues quién mejor que las comunidades locales pueden establecer los mecanismos para sustentar su camino al progreso.
Así mismo, para que la sustentabilidad del desarrollo sea coherente, es menester reconocer los cambios globales y locales que la dinámica desaforada de crecimiento ha generado en el espacio natural. Para llevar a cabo esa tarea se requiere, primero, identificar los elementos claves en la relación sociedad-medio ambiente, y segundo, planificar. La sustentabilidad exige planificación, pues no existe otra forma de regular la interacción entre humanidad y naturaleza para evitar el colapso, no obstante, la dificultad de la tarea se debe a que ello se debe realizar al amparo de un sistema económico neoliberal que prohíbe planificar, o al menos planificar para todos.
Los primeros cuarenta días del nuevo gobierno de Michelle Bachelet dan algunas luces de un cambio de rumbo. Respecto a la descentralización, una comisión asesora, de la que habría que esperar un reconocimiento al valor territorial y ambiental como eje fundamental del desarrollo. A lo que se suma la reciente anulación del Reglamento de Evaluación Ambiental Estratégica aprobado en el gobierno pasado, de cuya revisión debería emanar la necesidad de extender la evaluación de los instrumentos de planificación territorial a políticas y planes de cambio climático, agricultura, minería, energía, puertos, agua, residuos sólidos, entre otros.
Lo anterior son suposiciones en la acción decidida de un gobierno que ha definido como su concepto central “acabar con la desigualdad”, meta que se cumplirá únicamente si se considera la sustentabilidad como objetivo principal y no como elemento accesorio. Al fin y al cabo, desigualdad social y deterioro ambiental son realidades profundamente interrelacionadas, ya que son consecuencias de las mismas fuerzas estructurales: el capitalismo como modelo de vida en sociedad ¿No es una nueva Constitución el mejor mecanismo para iniciar la ruta para modificar esa realidad? No hacerlo, es más barniz.
La mejor celebración del Día de la Tierra es exigir que en el proceso constituyente que se avecina, se considere la sustentabilidad como derecho fundamental, la descentralización como la base del desarrollo y la planificación como mecanismo básico de la acción concertada de la sociedad. La mejor celebración del Día de la Tierra es evitar lo que advertía Jared Diamond: ver lo que ha ocurrido y lo que hemos hecho, antes que el retorno no sea posible.
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