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«Desvinculaciones» en el Estado. Un testimonio argentino

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Cuando veo lo que está pasando en Chile con los funcionarios públicos, no puedo dejar de relacionarlo con la historia de mi recientemente fallecido padre.

Mi viejo fue durante más de 30 años empleado público. En varias ocasiones tuvo la opción de trabajar en ámbitos privados, ya que se había capacitado mucho por su propio interés; pero él permanecía trabajando para el Estado, creyendo que así estaba agradeciendo a la patria que lo recibió en su infancia, cuando, ad portas de la segunda Guerra, su familia dejó Bélgica para comenzar de nuevo en Argentina.

Pero en el año 1995, cuando contaba con 59 años de edad, tuvimos en Argentina un Presidente muy “progresista”, que privatizó casi todos los servicios del Estado, y “desvinculó” de sus puestos a miles de funcionarios públicos. Ahí cayó también mi viejo. A seis años de jubilar, con dos hijas aún en el colegio y en un contexto cultural que deshecha a los mayores de 50 por valorar más la energía juvenil que la experiencia, mi papá se quedó en la calle.

Nunca más pudo ejercer su profesión; nunca más recuperó su alegría de vivir. Unos meses después cumplió 60 años y, a pesar del festejo familiar que le hicimos para alegrarlo, él, abatido por sentirse inútil, sufrió un infarto cerebral en plena fiesta. Nunca volvió a ser el de antes. Nunca la familia volvió a ser la misma.

Mi hermano tuvo que dejar la universidad para trabajar, mi mamá tuvo que duplicar sus horas de trabajo docente. Mis hermanas terminaron el colegio y se pusieron a trabajar.

¿Y mi papá? Bueno, ese hombre enérgico, jovial y optimista se apagó. Se sintió humillado por no poder mantener a su familia con su trabajo, como él entendía que le correspondía al “hombre de la casa”. Hace pocos meses falleció, vencido por la realidad que no pudo cambiar, y con un juicio sin resolver por  todo el dinero que el Estado aún le debe.

Hoy leo en twitter, nuestro Wikileaks cotidiano, cifras de despidos en servicios públicos chilenos que son espeluznantes, y pienso que detrás de cada numerito, de cada una de esas “desvinculaciones” forzadas, hay un hombre como mi papá, y una familia como la mía.

¡Qué pena que no aprendamos como sociedad! ¡Qué pena que nos podamos dar el lujo de desechar gente por motivos injustificables! ¡Qué triste que sigamos eligiendo a dirigentes que se arrogan la potestad para decidir sobre la vida de la gente y cambiarla por completo, sólo porque les conviene a ellos y a sus amigos!

Desearía que, a pesar de la reducción de las horas de historia, seamos capaces de transmitirle nuestras experiencias a las generaciones jóvenes, para que estas historias no se repitan…

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