El ímpetu descentralizador, con sus componentes político, económico, administrativo y cultural, no partió ayer. No nació con la comisión presidencial ad hoc que entregara a Michelle Bachelet en su informe en octubre del año pasado ni tampoco con el programa de gobierno elaborado durante la precampaña y campaña de la ex directora ejecutiva de ONU Mujer.
Tal anhelo no es el hijo no reconocido de la Ley sobre Gobierno y Administración Regional que promulgara Patricio Aylwin en 1992 ni tampoco exclusivo fruto del proceso de regionalización que llevara adelante Augusto Pinochet dos décadas antes, a partir de la promulgación del Decreto Ley 575 de 1974 bajo el sugerente título de “Regionalización del país”. Ese en que las principales divisiones político administrativas del país pasaron de las provincias a las actuales regiones.
Podría seguir, paso a paso, peldaño a peldaño, retrocediendo en la historia patria, e incluso global, para llegar a los orígenes de lo que entendemos por descentralización. Pero no hay tiempo ni páginas de diario alguno para consignar todas las luchas que han apuntado a un impulso consustancial a la existencia humana: la distribución (o concentración) del poder. El método mediante el cual se toman las decisiones que nos afectan como colectivo.
Intentaré explicarlo en simple: desde que dos hombres (o mujeres, si se quiere) se juntaron y decidieron caminar juntos (en sociedad) y decidir sobre aspectos que a ambos les afectarían, debieron buscar mecanismos para actuar en propiedad. “Un día decides tú, al otro yo”, “yo soy más fuerte que tú, así es que decido yo” y “veamos caso a caso y sobre la base de quién convence al otro resolvemos” me imagino fue ese inicial y caricaturizado diálogo. Porque descentralizar, al igual que la discusión sobre los sistemas electorales, la asamblea constituyente y la propia democracia, no es nada más que el debate sobre el ejercicio del poder. Una reflexión clásica que nos ha acompañado desde nuestros inicios como ser social.
Por eso, llaman la atención las inflexiones sobre el debate relativo a la descentralización que se han dado en los últimos días. Como telón de fondo, una Expo Regiones 2015 realizada por tres días y desde el 15 de junio en el centro cultural Estación Mapocho de Santiago, con representaciones culturales y muestra de inversiones a lo largo de todo Chile. Según su explicitado objetivo, la idea fue “propiciar oportunidades de emprendimiento, alianza e inversión para las empresas” con el fin último de “impulsar una alianza pública-privada por el crecimiento del país”.
Si alguien creyó que en dicho espacio se discutiría sobre la esencia de lo que significa la descentralización, equivocó el lugar. Más aún, la forma en que algunas autoridades -desde la propia Presidenta- enfrentan discursivamente este desafío da cuenta de un serio problema de paradigma. Se siente un paternalismo (o maternalismo, en este caso) cuando se refieren a “nuestras regiones” y se divisa un direccionamiento centralizado al señalar que Papá Fisco decidirá dónde construir el hospital, la escuela, el puente. El sutil clientelismo que portan tales expresiones (que son reflejo de algo que ocurre en la realidad) es sinónimo de que no se está preparado para soltar las riendas de la toma de decisiones.
En el fondo, restringir la discusión sobre la descentralización y las demandas de las regiones al crecimiento económico (que muchos siguen homologando equivocadamente al concepto de desarrollo y, peor aún, mejor calidad de vida) o a la vistosa muestra de cerdo con merkén o a la presentación de bailarines de La Tirana, es trivializar una discusión esencial. Tecnocratizarla si la limitamos a la economía, folclorizarla –como señalara alguien por ahí- si la encuadramos solo en la cultura y el arte. Ambos factores importantes, pero sujetos a una discusión política y social mayor.
Hoy ya sabemos lo que quieren algunos, que casualmente detentan cierto tipo de poder. Pero es tarea nuestra hacer que ocurra lo que demandamos los otros y que no es más que recuperar ese poder que con convicción todo ciudadano en sentido estricto debe empuñar.
Por eso sintomáticas son las palabras del ex presidente del Partido Socialista, Osvaldo Andrade, en el programa Tolerancia Cero de este domingo. El diputado desahució la agenda de descentralización (y qué decir de las relativas al proceso constituyente) como una forma de cerrar fila con las grandes reformas ya en discusión. Aludiendo al así llamado “nuevo pacto” de la Nueva Mayoría, reconoció que en todo lo que tenga relación con la redistribución del poder no hay voluntad para avanzar.
Sus palabras no son muy distintas de la reflexión del DC Edgardo Boeninger cuando a fines de los 80 señalara que en el Plebiscito constitucional de 1989 –a un año del triunfo del No- la ex Concertación aceptó “una reforma sustancialmente más modesta, para evitar la prolongación del conflicto institucional al período de gobierno que se iniciaría en marzo de 1990, aceptando las consiguientes limitaciones a la soberanía popular y al poder de la mayoría”.
Lo hemos dicho. “El rol de una ciudadanía con visión sobre la sociedad que aspira a construir no es adivinar el futuro, consultando al oráculo el destino para saber si deberá entristecerse o alegrarse. Tampoco lo es depender de las decisiones que adopten otros, sean estos parlamentarios, autoridades, jueces. Su labor es otear el porvenir, prever escenarios posibles, y utilizar tal conclusión para trazar los caminos que llevarán a ese próximo mañana anhelado”.
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Patrick Fisk
Sumando y restando ¿estas diciendo que «descentralización» es un Slogan/Estrategia electoral destinado a captar votos de ilusos que no son capaces de entender que la capital siempre va a quedarse con el mejor trozo de la repartija?
Si es así… Coincido