Al terminar un año histórico para Chile, tras la emergencia de nuevas sensibilidades sociales y generacionales, comparto algunas reflexiones en torno a fortalezas, debilidades y desafíos.
Una amiga alemana, Ingrid Werh, que durante el año impartió clases en el doctorado de sociología de la Universidad de Chile, vía email me resumía así su mirada: “disfrutando el hecho que este país, por primera vez en muchos años, se ha puesto interesante, ojalá se abra una brecha de transformación del sistema político y la sociedad…”
Acudo a una cita coloquial para graficar que el gran hito del 2011 –su fortaleza- ha sido la irrupción de una nueva generación y de una nueva sensibilidad que dejó de creer en las bases en que por décadas se había levantado nuestra sociedad.
Ni el sistema político binominal y una constitución autoritaria, ni la irresponsabilidad ambiental y energética, pasando por (anti) valores como la soberbia y la desconfianza en el otro, hasta llegar a la inequidad social y un anacrónico quehacer económico con foco en el lucro, el individualismo y el consumismo, son hoy instituciones queridas por la mayoría ciudadana. Se trata de una fortaleza nada trivial, que llegó para quedarse. Los movimientos de este año, más allá de sus diferencias, han estado inspirados por una crítica a esas instituciones y (anti) valores.
La debilidad, sin embargo, ha sido que un movimiento profundamente político (por su inequívoca incidencia en la cosa pública, en la vida de la polis), sufre de la paradoja que la misma ciudadanía, con fundadas razones, desconfía a veces irreflexivamente de todo aquello que huela a “política”. Esta debilidad, que es común a los indignados del mundo, genera dos ecos bien complejos.
Por un lado, inhibe el entrar a participar en la política representativa y suele incluso negar la capacidad de negociar sobre la base de ideas fuerzas –algo tan propio y necesario en la política. Lo anterior, podría llevar a que en las urnas –ante la ausencia de rostros y miradas nuevas- mañana vuelvan en gloria y majestad los mismos profesionales de la política que han sido cuestionados, ya sea por su incoherencia, por no soñar, por no dar luces, por gobernar apenas mirando las encuestas, por gestos de corrupción, etcétera. El punto es que si no entras a la política representativa, con otra política, y/o no delegas confianza en políticos que merezcan la confianza, las energías políticas desplegadas por los neo-movimientos ciudadanos corren el riesgo de un mayor desencanto y la irrealización de lo imaginado.
Por otro lado, esta desconfianza hacia los “políticos y la acción política” conlleva la emoción del resentimiento, que conspira contra la necesaria unidad y construcción de mayorías sociales y ciudadanas. Ni todos en la ex Concertación hoy desconcertada (más allá de los errores que podrían haberse cometidos), ni los comunistas (más allá de su sesgo a veces autoritario y antiguo), ni los “ultra” (lúcidos y rebeldes, aunque a veces de un infantilismo revolucionario), ni los ecologistas (que a veces olvidan que el verde brilla más si se junta con otros colores), ni los Meos (que intentan otra mirada, aunque a veces con rabia e inexperiencia que les nubla), etcétera, ni los unos ni los otros, son malos y buenos absolutos y por definición.
Siempre en la política y el vivir hay espacio para los matices, para el diálogo respetuoso, para buscar acuerdos en torno a puntos de encuentro, para resolver como ciudadanos qué liderazgos mejor nos representan. Esta es una debilidad asociada a un desafío mayor. ¿Qué hacer en pos de una nueva política de la coherencia, del aceptar la legitimidad del otro diferente, de la democracia profunda y de la unidad entre quienes se co-inspiran en aras de una nueva mayoría para construir un nuevo y mejor país, social, cultural y ambientalmente?
Tal vez esta debilidad ha incidido en que al terminar el año del mayor movimiento ciudadano en décadas, en lo sustantivo los logros son simbólicos. El proyecto HidroAysén, si bien en la UCI, hace unos días anunció su kilométrico trazado de más de 1.500 torres a lo largo del país. Mientras, el movimiento estudiantil que entre otras materias pidió educación pública de calidad, interpelando a un cambio radical, ha sido confinado a debatir sobre pesos más y pesos menos. Y todo entre políticos ensimismados en cuatro paredes, ahora con comunistas incluidos. Aclaro de inmediato que no estoy afirmando que la discusión del presupuesto carezca de importancia. Lo es, sin duda. Pero más aún importa saber si los recursos irán a parar a los bancos, a gobiernos locales, a sostenedores, a alumnos y profesores, y en qué y para qué serán usados.
Por eso, junto a saber asignar los recursos, el desafío de futuro será poner integralmente el foco en lo demandado: cómo hacemos una educación pública de mejor calidad. El 2012 será ineludible la necesidad de recuperar el debate de fondo. Pues no soslayemos que mientras la atención se acotaba, con poca crítica mediante, a las platas, la educación pública en Chile seguía siendo reformada de manera economicista y brutal.
Cómo llamar sino así a una educación orientada solo a formar consumidores, y no a ciudadanos, a entrenar a trabajadores disciplinados, sin memoria ni capacidad reflexiva. Para los “teóricos” de la “reforma” pareciera que bastaría con que la mayoría de nuestros jóvenes –los hijos de padres incapaces de pagar la onerosa educación privada de la élite- apenas aprendan a sumar y restar, se las arreglen en el habla con 100 palabras y puedan moverse rudimentaria y acríticamente por Internet y las redes sociales. Acaso no es ese el norte al que apunta lo hecho este año, cuando en plenas movilizaciones ciudadanas y casi en son de burla, a los intentos precedentes de acotar la Filosofía y la Historia, ahora en el Ministerio de Educación y en el Parlamento se agregaron medidas contra la enseñanza obligatoria de las asignaturas de música y de educación cívica.
Dime la educación que tienes y te diré la sociedad que construyes. En efecto, si educas sin Historia, tienes una sociedad sin memoria (si la vida en general hiciera eso, desapareceríamos de inmediato). Si educas sin Filosofía, tienes una sociedad ajena a la sabiduría, al asombro, a la capacidad de preguntar. Si educas sin arte y sin música, tienes una sociedad incapaz de sentir la expresión del alma. Si educas sin civismo, tienes una sociedad sin ciudadanos. Y atención a la incoherencia implícita en el hecho que sean después los mismos reformadores-legisladores que votan por instaurar estas leseras, quienes rasgan vestiduras contra los jóvenes que causan desmanes; injustificados sí, pero no mal explicados por estas carencias.
Según Mario Waissbluth, en la reciente discusión presupuestaria
"hubo un gran perdedor: la educación pública". Si bien, él reconoce el aporte del movimiento estudiantil al instalar el debate sobre la educación pública en el país, “este año puede ser recordado como el principio del fin. Si la matrícula cae a menos del 30%, en muchos municipios será casi irrescatable”.
Un
informe de la Fundación Sol destaca que en 1981, el 78 por ciento de la matrícula se concentraba en escuelas públicas, mientras en 1990, la matrícula municipal representaba el 57,8 por ciento del total. Y entre 1992 y 2010, el sector público ha seguido cayendo con 626 escuelas municipales menos, mientras el sector privado ha visto un aumento de 2.091 colegios particulares subvencionados.
Para Waissbluth –y entre los estudiantes y la ciudadanía- son aún tareas pendientes los desafíos de lograr una buena ley de desmunicipalización que revitalice la educación pública, que regule adecuadamente el sector particular subvencionado y que resuelva las deudas de arrastre de los municipios. Además, “la medida más urgente es inyectar los mejores directivos a las corporaciones y escuelas, a la máxima velocidad. Y en el mediano plazo, está pendiente la madre de todas las reformas: profesión docente, para mejorar la formación, habilitación docente rigurosa y una remuneración más atractiva para los mejores profesores”.
En la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico), las matrículas en la educación pública llegan a un 90 por ciento. A nuestra élite le gusta compararse con tan selecto grupo, pero de inmediato se niega a ver que día tras día los estándares sociales y ambientales de la OCDE nos desnudan en nuestras carencias.
Digamos las cosas como son. Hoy tenemos un sistema educacional con hegemonía privada. Y la educación, según consenso de los usuarios y entre quienes reflexionan sobre estos temas, es lisa y llanamente mala. En cambio, los países que si tienen una buena educación, lo hacen con sistemas públicos para su gestión.
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