Mucho se ha debatido en estos días acerca del papel que les corresponde a los estudiantes en la elaboración de las políticas gubernamentales de educación. Al respecto, no es muy difícil distinguir las diferentes visiones que rondan en la actualidad: por una parte, el Gobierno en su generalidad y los actores de corte más conservador predican a los cuatro vientos que los alumnos “se deben quedar en la sala de clases” y que su obligación única es asistir a las clases que –sin importar la calidad- le son impartidas en los distintos establecimientos, ya sean de educación secundaria o superior (a veces uno no sabe por qué ciertas Universidades son llamadas “superiores”…).
La consecuencia más inmediata de este postulado es que el papel del estudiante se ve reducido al de alumno-objeto, donde sólo se es un mero receptor de los conocimientos que bien, más o menos o mal le entregue el personaje que está al frente en la sala de clases. Le resta toda validez al principio de formación de ciudadanos integrales que debe primar en toda sociedad que quiera dar un salto genuino a un desarrollo que sea más sólido que un par de indicadores económicos que nos dejen en tal o cual categoría de país.
Analicemos muy brevemente, ya que no es el objetivo central de esta columna, las causas de esta compulsión a negar toda participación de quizás el estamento más importante de la comunidad educativa: los estudiantes. Por supuesto que se nos tiene que venir a la mente aquella frase tan célebre pronunciada por Pinochet: “A la Universidad no se va a pensar, se va a estudiar, y si queda energía, para eso está el deporte”. Lamentablemente, por más que nos esmeremos en reconocer principios democráticos en los actuales líderes de la derecha, vemos que al fin y al cabo, el trasfondo de sus postulados es exactamente el mismo que el dictador defendió en los años 80.
Este punto ha sido remarcado con majadería por ministros, el mismísimo Presidente, Senadores, Diputados, y lo que es más patético, incluso –aunque más tibiamente- por algunos rectores. Pero quizás lo que más llama la atención es un fenómeno que tal vez haya sido observado por todos ustedes en la infinidad de redes sociales disponibles: son incluso estudiantes de planteles tradicionales los que defienden el argumento en cuestión, planteando que los problemas de la educación tienen que ser resueltos por los políticos, y que ellos “están pagando por su educación”.
No cabe duda que el movimiento estudiantil, tanto a nivel universitario como a nivel secundario es un movimiento tremendamente heterogéneo. Paradójicamente, en contra de lo que los medios tradicionales y el aparato comunicacional del Gobierno quiere hacer creer a la opinión pública, el nivel del debate que se da al interior de asambleas de Facultad, de plenos de Federaciones y otras instancias dista mucho de ser “dirigido” por algún partido político en particular. Y si así fuera, ¿acaso no es esta una de las razones por las que nuestros padres lucharon por la recuperación de la democracia? Es más, desde esta tribuna uno quisiera preguntarle al Presidente de la República: ¿acaso no es ésta una de las razones por las que usted votó NO en aquel lindo día de octubre de 1988? Me imagino que si tanto se vanagloria de haber “defendido la democracia” mal podría ahora renegar del hecho que nuestros jóvenes, el futuro de nuestro país, piensen, hablen y defiendan ideologías de todas las tendencias.
Y he aquí que debemos volver sobre dos puntos: los deberes de los estudiantes y el “clientelismo” instaurado como regla de oro de la Educación Superior.
La Universidad de Chile, que ha jugado un papel tan importante en el desarrollo de toda la vida republicana de este país expone como uno de sus objetivos estratégicos: “Lograr una interacción más efectiva entre el conocimiento y el sistema social, cultural, educacional y productivo”. Esto debe constituir un potente llamado de atención a aquellos estudiantes que pretenden desligarse de un movimiento que dista mucho de ser un mero capricho de un determinado grupo (alguien podría argüir entonces que esto solamente aplicaría a estudiantes de la Universidad de Chile, pero de la misma forma, ¿quién podría negar que este principio humanista debiera aplicar para todo buen ciudadano?). El mensaje a todos los estudiantes universitarios, y más específicamente, a todos aquellos que cursan sus estudios en planteles que pertenecen al CRUCH, es que tienen el DEBER de participar en el debate. Así como nos apuramos en exigir que al pagar nuestro arancel tengamos salas de clases con las últimas tecnologías y académicos con sólida formación profesional, tenemos que entender que ingresar a la universidad nos impone el deber de ser parte de una COMUNIDAD UNIVERSITARIA. Esto también es válido para los ex alumnos de dichas Universidades.
No podemos pretender que nuestro paso por la Universidad sea meramente un contrato a cinco años plazo que una vez recibido el diploma se rompe para siempre. Somos nosotros los llamados a defender para las generaciones venideras aquello que a nosotros nos ha otorgado la libertad de decidir nuestro futuro profesional con infinitas posibilidades. Somos alumnos y ex alumnos los que debemos presionar a la clase dirigente para que entiendan que la Universidad, el sistema universitario en general, debe ser el lugar donde se generen ideas, se discutan conceptos y nazcan nuevas ideologías. Es el lugar óptimo para que nos formemos como ciudadanos completos, conscientes de la importancia de nuestro papel en la sociedad. Hoy más que nunca es obligatorio que aceptemos nuestro DEBER ineludible como estudiantes y ex alumnos de defender aquello que algunos se empeñan en terminar de destruir: Las Universidades públicas como cuna inigualable de la diversidad y el pluralismo tan necesarios en una sociedad que tiene que terminar de reconstruir una democracia que sea lo suficientemente sólida e inclusiva como para que nos otorgue otros doscientos largos años de vida republicana.
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