Recuerdo perfectamente a Sebastián Piñera en la elección de 2005 presentándose como una alternativa moderada, fresca y «winner» frente a un desgastado Joaquín Lavín (que por entonces proponía ideas como la de construir una cárcel en una isla recóndita, algo tipo Alcatraz), incapaz de competir satisfactoriamente contra una Michelle Bachelet que venía con todo el poder de la novedad y el carisma. Recuerdo cómo el entonces candidato RN instaló el humanismo cristiano como tema central de campaña, incluso en los debates (los puede usted revisar en Youtube), con la intención de interpelar al votante demócratacristiano de base: ¿Votarían por una socialista agnóstica que vivió en la RDA o por el hijo de un camarada? Entonces Piñera masificó el término «centro derecha» (siempre haciéndo énfasis en «centro»), y sus equipos territoriales se preocuparon de que en cada acto local de campaña hubiera al menos una bandera de la Falange.
Luego, en 2009, cuando llegó a La Moneda por primera vez, lo hizo apelando a la «nueva derecha». Se le cambió el nombre a la Alianza por Chile, cargada de lavinismo y de la defensa de Pinochet en Londres, por «Coalición por el Cambio». Ahí se incluyó a Chile Primero, el efímero e irrelevante micropartido de Fernando Flores y Jorge Schaulsohn, ahora convertidos al piñerismo. También se sumó a ex demócrata cristianos y ex militantes del ala liberal del PPD. Se incluyó en la franja televisiva a una pareja homosexual, se dijo hasta el cansancio que Piñera había votado por el NO el ’88, que quería «mantener lo bueno de la Concertación», y «abrirse a nuevas formas de familia».Una parte de nuestra derecha, que durante años se tuvo que callar su admiración por Pinochet y su desprecio por la democracia, los derechos humanos, la diversidad y el multiculturalismo, se da cuenta de que ya no está tan mal visto
Hoy en cambio, oímos a un Presidente criticar duramente el Pacto Migratorio de la ONU, algo impensado hace 10 años. Piñera, quien por su historia de vida, formación ideológica y carrera empresarial, acostumbraba verse como un soldado criollo de la globalización, hoy la mira con reticencia y prefiere que las cosas las arreglemos en casa y entre chilenos.
Por otra parte, en su coalición, que hasta hace poco se esforzaba por correrse hacia el centro, reviven los discursos nostálgicos de la dictadura, que justifican el accionar de un Presidente de facto que asesinó, exilió y robó, símbolo a nivel mundial de la ultraderecha militarista y bananera latinoamericana, títere de los Estados Unidos de la Guerra Fría.
¿Qué pasó? Si hace 10 o 15 años las derechas de Occidente procuraban llegar a consensos con los sectores de centro y de la centro izquierda «renovada» para mantener a grandes rasgos el statu quo post Caída del Muro, hoy está de moda una derecha populista y contestataria, desafiante del establishment, que busca sintonizar ya no con el «red set», sino que con los pueblos hastiados de abusos y precariedad. Los referentes de la derecha mundial ya no están en Merkel o Cameron, sino que en Trump, Bolsonaro, Salvini y Orbán.
Una parte de nuestra derecha, que durante años se tuvo que callar su admiración por Pinochet y su desprecio por la democracia, los derechos humanos, la diversidad y el multiculturalismo, se da cuenta de que ya no está tan mal visto. Antes sabían que esas posturas les alejaban del poder, hoy en cambio sienten que si se dicen pinochetistas y anti inmigración, pueden incluso sacar un aplauso.
Lo preocupante es que el mismo Presidente, el mismo piñerismo que durante años intentó lavarse la imagen de derecha dura, autoritaria y ultramontana, hoy tolera en su seno a defensores públicos del General. Es verdad que siempre estuvieron, nunca se fueron, pero estaban callados (salvo por excepciones como Moreira o Ignacio Urrutia que eran vistas casi como algo pintoresco, como el tío desubicado al que igual hay que invitar a la fiesta). El asunto que ahora sus exabruptos pro dictadura ya no generan tanto repudio, y parece ser que ese amor por la democracia y el liberalismo fueron únicamente circunstanciales.
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