En el sentido más puro, primitivo o esencial, hablar de Democracia nos remontará a los orígenes históricos y etimológicos del término (Demos y Kratos como poder del pueblo), y reconoceremos a la Grecia de Pericles como su modelo más acabo en la antigüedad. Sin embargo tal idea está impregnada por una especie de misticismo, ya que incluso en aquellas épocas tempranas de organización social, la democracia nunca fue aplicada en su pureza ideal y nominal, pues hay que recordar que en aquella mítica Grecia pocos eran los considerados como “ciudadanos” (los únicos con derechos políticos además de los grandes jerarcas y la nobleza) y la esclavitud era un hecho social y filosófico aceptado (como podemos constatar con Aristóteles), además de que las mujeres no eran consideradas entes con derechos políticos ni con libertades civiles. Eran, como es común hasta nuestros días, las élites y sus diversas ramificaciones secundarias las que dominaban las, en ese entonces, ciudades-Estado, y quienes tomaban las decisiones que imponían ordenamientos (legales, religiosos, económicos), organizaban comportamientos (sociales, políticos, militares) y marcaban los destinos de las poblaciones dominadas.
Fue en Grecia y en Roma donde se crearon las instituciones esenciales para la idea de Democracia que fue tomando forma en occidente en la época victoriana, según la tesis del sociólogo, historiador y politólogo Charles Tilly, quien atribuye a la revolución industrial el verdadero origen de la democracia como la entendemos hoy en día. Según Tilly la democracia surgió como una necesidad del mercantilismo, al ser una respuesta a la producción masiva y a un elemento surgido de ésta, es decir, el también masivo consumo. En su modelo eurocéntrico de democracia Tilly (de ideología pro-occidental y en cierta medida conservadora) afirma que Inglaterra, Francia, los países nórdicos y finalmente Estados Unidos, son los principales gestores de la teoría del poder popular que es ahora de común conocimiento.
En otras palabras, la Democracia es una idea moderna y su máxima expresión se dio a mediados del siglo XX en el Estado de bienestar occidental. Pero según Tilly, la democracia no es un hecho histórico uniforme u horizontal, sino un fenómeno con altas y bajas, avances y retrocesos que se dibujan, según él, aficionado a los esquemas y las gráficas, en círculos y elipses con los cuales coincide Colin Crouch, sociólogo y politólogo inglés, de ideología de centro-izquierda o socialdemócrata, que considera a la democracia como un hecho cíclico o elipsoidal. En este sentido, para ambos autores, la democracia se ha debilitado o ha muerto. Crouch habla de “posdemocracia” y Tilly de “procesos de desdemocratización”, pero mientras que éste atribuye esa desdemocratización al alejamiento de los ideales occidentales (de mercado e institucionales) aquél ve a la posdemocracia como un fenómeno dado por la falta de regulación del poder de la empresa que se ha constituido como una institución alterna a los gobiernos.
La coincidencia sólo es formal entre ambos autores, y una muestra reveladora de sus divergencias la podemos observar en el sustrato de sus teorías, pues mientras que Tilly basa sus concepciones en los índices de Freedom House (organismo “no gubernamental” que es financiado por el gobierno de USA) Crouch afianza sus tesis en una visión anticorporativa, es decir, que discrepa con las políticas económicas neo-liberales impuestas en las últimas décadas en el mundo y que tienen su génesis en occidente. Pero no obstante las coincidencias y divergencias de estos dos autores que hemos mencionado para ejemplificar dos visiones de la historia democrática, lo interesante para nosotros es que ambos concluyen que en la actualidad, a despecho de la propaganda de los Mass Media, la democracia ha sido debilitada globalmente o que, en definitiva, ya no existe. Lo que queda, eso sí, son “los formalismos democráticos”, es decir las estructuras (partidos, parlamentos, poderes, aparatos legislativos y legales) y los métodos y procedimientos: el sufragio universal, el voto, las elecciones.
Lo que queda son las formas sobre los fondos, cosa en absoluto extraña en un mundo donde las apariencias se han impuesto sobre las esencias, al grado de hacerlas aparecer como canallas. Y es que el “poder del pueblo” es el relato preferido, como diría Chomski, para el adoctrinamiento que siempre ha sido desmentido por la realidad. Los hechos desmienten los ideales y no tienen empacho en enfatizar su irrealidad cuando, por exceso de abstracción, se han convertido en mera propaganda. El poder de decisión política pasó de los grandes déspotas y autócratas de la antigüedad, a los reyes y a las noblezas de toda índole; pasó de los grupos burgueses y mercantiles a las grandes burocracias socialistas.
El ciudadano ideal para este tipo de Estados posdemocraticos o desdemocratizados es aquel que limita su participación política al voto, y que deja sus derechos políticos en manos de los procesos de elección popular y de sus instituciones, sin influir de manera directa
Actualmente, en la segunda década del siglo XXI, el poder sigue siendo detentado por los aparatos de Estado y sus élites burocráticas que se han puesto al servicio de los intereses corporativos (bancarios, empresariales y monopolistas) y de sus agentes que cada vez tienen mayor influencia en las políticas económicas de las naciones y que dictan las políticas públicas de éstas según las necesidades de sus representados, independientemente de si los Estados-nación son gobernados por liberales, conservadores o “progresistas”. El ciudadano ideal para este tipo de Estados posdemocraticos o desdemocratizados es aquel que limita su participación política al voto, y que deja sus derechos políticos en manos de los procesos de elección popular y de sus instituciones, sin influir de manera directa o en proporción importante en los mecanismos del poder y en las decisiones que son consecuencia y que definen a estos mismos mecanismos. La democracia formal que no puede o no quiere hacerse real, tiene en el ciudadano pasivo (el que limita su actuar político al solo ejercicio de ser representado por otros) a su principal baluarte. Y podríamos terminar con una verdad de perogrullo que no por serlo invalida su certeza: mientras un gobierno no responda a las necesidades y demandas de sus gobernados (el pueblo, la masa), aunque sea constituido legal y “legítimamente” por el “sufragio universal” (libre, masivo, equilibrado e incluyente), no podrá ser llamado democrático.
Importante lección para una Latinoamérica que siempre ha llegado tarde a los procesos de la historia.
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