Me sorprende la visión que tienen algunos y algunas sobre la democracia. Transcribo literalmente un comentario, recibido de una amable lectora. “Y no pongas en mi lado, el de una simple votante, la obligación de levantar propuestas alternativas. Soy yo a quien deben convencer quienes aspiren a ganarse mi voto.”
Nadie va a discutir su legítimo derecho a opinar de esa manera. Tampoco nadie me discutirá el mío a discrepar profundamente de ella. En mi humilde opinión, democracia es mucho más que eso. Tal vez, quienes vivimos y sufrimos su pérdida hemos aprendido a valorarla más.
La democracia funciona ( o debería funcionar ) 24/7/365. Es una manera de vivir que nos acompaña toda la vida y no sólo los días de elecciones ( si amanecimos con ganas de ir a votar). Significa discutir en familia, en el trabajo, con los amigos sobre cómo quisiéramos construir, en conjunto, nuestra sociedad. Discutir con valor y decisión, sin descalificar, escuchando al otro aunque no estemos de acuerdo con él. ( Sobre todo, si no estamos de acuerdo). Y es, desde luego, elaborar propuestas. Cada quien, en su ámbíto de intereses. Para discutir no es necesario ser doctor en filosofía o economía. Es interesarse por lo que ocurre, leer de vez en cuando alguna opinión ajena y, por supuesto, inscribirse oportunamente si ello fuera necesario. Y cada cuatro años, habrá que levantarse temprano aquel día que es un día de fiestas y expresar libremente su opinión mediante el voto..
La democracia que algunos visualizan es una versión muy marcada por nuestra idea de mercado. El elector se ve como cliente, susceptible de recibir en su casa propaganda, que le muestren el producto y se esfuercen en lograr la compra de su voto. La mercadería debe ir bien presentada, en un envoltorio atrayente y vistoso. Es como comprar fideos en el supermercado. Los hay gruesos y delgados, planos y redondos, espirales, corbatitas,y de otras formas. En el fondo es la misma pasta y uno elige más un capricho que un producto.
No es de extrañar entonces que en nuestra democracia se produzcan los mismos fenómenos que en el mercado: Ofertas, descuentos, liquidaciones, obsequios, productos light, remates y saldos de temporada. El crédito campea a su gusto y los intereses no son, precisamente, una ganga, Todo medio de pago – ese curioso circunloquio de dinero – es aceptado.
El consiguiente (des)prestigio de la política no se ha hecho esperar. Las encuestas ponen a la actividad política a la altura de La Polar. Es en cierta medida explicable que la política está desprestigiada. Pero atención: no es toda la culpa de los políticos. Si en algo ha tenido éxito la política de la dictadura ha sido justamente en desprestigiarla. El binominal, ese engendro maldito y maquiavélico del que no hemos podido zafar, instala parlamentarios que tienen como principal, cuando no única tarea la de mantenerse de elección en elección. Ocurre como en el mercado: la falta de competencia real hace subir los precios y bajar la calidad de los productos. La principal preocupación de los honorables es ganar la nominación y todo está puesto en función de aquello. Luego, la elección en sí es un mero trámite porque se sabe de antemano que saldrá uno de cada lado. Todo esto ocurre a espaldas del electorado, igual que en la colusión de los pollos y las farmacias, por nombrar sólo a algunos.
¿Qué se puede hacer ante este desolador cuadro?
Recuperar la política, llenarla de contenido, lograr que la gente actúe como entes políticos, Estimular el debate, militar en los partidos para barrer sus rincones, limpiar sus vidrios, desratizar sus sótanos. Hay que retomar a la idea de que la política no es un acto clandestino – otra herencia de la dictadura – sino que ocurre a plena luz, a cara descubierta y la frente en alto. Que la gente defienda sus ideas y las exponga a los demás.
En realidad me parece lamentable que se haya impuesto la idea de la inscripción automática. Lo que suena como una comodidad y progreso puede ser una trampa. Me temo que las dudas surgirán cuando el ciudadano se encuentre con listas computarizadas y no, con libros cuidadosamente empastados donde él estampó su firma al momento de inscribirse. Pero, en fin, lo hecho, hecho está. Tampoco me convence el voto voluntario. Es otra manera más de desvalorizarlo, de hacer de la política una actividad prescindible. Pero bueno, basta de lamentaciones.
Ahora hay que velar por que la actividad política vuelva a ser una actividad noble del ser humano. Es pensar y trabajar por la sociedad, es jugarse por lo que uno piensa, es el diálogo vivo de la comunidad, es el ágora que alberga nuestras inquietudes. No debemos avergonzarnos de ella, debemos opinar en voz alta y respetuosa.
Y cuidarla activamente. Cumplir con nuestro deber cívico que nunca podrá ser voluntario. Aquel que espera en su casa que le vayan a exponer a domicilio alguna candidatura es un sujeto pasivo de la acción, no un real partícipe de la gestación de políticas. Como tal, se amputa de su derecho ciudadano y se limita luego a quejarse, a encontrar todo malo, a ser pasto de los abusadores y víctima de las colusiones. El ser humano no debiera nunca renunciar a pensar.
Como están dadas las cosas, los ciudadanos debemos tomar un rol activo en esto. Ya que tenemos una democracia de mercado, seamos entonces el Sernac o, mejor dicho, el Servicio Nacional de la Política, Sernap. Denunciemos las irregularidades, fiscalicemos a los políticos, vendamos caro nuestro voto. Exijamos transparencia, participación y limpieza. Y aportemos al debate, generemos ideas y aunemos voluntades.
Si esto se hubiera hecho oportunamente, no estaríamos donde nos encontramos, bajo el constante bombardeo de promesas incumplidas, viendo televisión insípida y sin contenidos, repitiendo como papagayos lo de los políticos corruptos e incapaces que, sin embargo, hemos elegido como se elige un jabón, una pasta de dientes o una mayonesa en el supermercado.
Recuperemos esa plena democracia que hemos cedido al mercado.
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Foto: Álvaro Herraiz San Martín / Licencia CC
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