La semana pasada me encontré dialogando con Pablo Torche, de Revolución Democrática, a propósito de una columna que publicó en el diario electrónico El Mostrador, que era una réplica a la columna de Carlos Peña, de la UDP, y publicada en el diario en papel El Mercurio. Digo: dialogando porque, así como él había opinado acerca de las ideas de Peña, ahora me tocaba a mí terciar opinando en el mismo asunto.
Mi columna terminaba con un llamado para asumir como parte relevante de la acción política hoy, la tarea de promover la instalación de los intelectuales en todos los debates público-político actuales.
Así como aquel debate se proponía las cuestiones relacionadas con la reforma educacional, con ella hay otras cuestiones públicas del mismo calado, como la reforma tributaria, la reforma al código del trabajo, la reforma al código de aguas y la reforma constitucional (asamblea constituyente), que merecen la reflexión intelectual.
Recordábamos, además, que hay fundamentos ideológico-doctrinales que no debiéramos dejar de lado en relación a estos programas que usamos llamar de “reformas estructurales”. Nos parece que deberíamos ser capaces de plantear a la sociedad chilena visiones de mundo (e ideas de la historia y el por venir), plantear imágenes del ser humano (antropología filosófica), y plantearnos con decisión la necesaria revisión de los fundamentos del vínculo de la sociedad nuestra –moderna, postmoderna-, con la naturaleza y el planeta.
No solamente programas tecno-científicos o jurídicos de cambios en las normas sociales, sino las propuestas de liderazgo para el sentido y el afecto en la constitución de nuestra comunidad de personas.
Un intelectual somos cualquiera de nosotros –lo afirmó Gramsci, el teórico/intelectual marxista de la cultura en el siglo XX, quien tiene como tremendo predecesor ni más ni menos que a Aristóteles en el siglo IV A. C., y su idea del deseo de saber en cada uno de nosotros-. Pero intelectuales son también quienes por experiencia directa o por estudios, saben mucho de algo y saben comunicarlo. En las sociedades modernas se cree que los académicos de las universidades son gente que sabe mucho de lo que estudia. Y cuando un académico universitario pasa a opinar en los espacios públicos se lo llama un intelectual (o intelectual público).
Modernamente, este intelectual se posiciona en un medio de comunicación social –periódicos, radios, revistas, televisión, redes sociales- y habla desde ahí. Carlos Peña, en Chile, y desde hace más de una década, es un ejemplo de esa condición. Pero son muchos más los nombres. No se trata de hacer una lista exhaustiva –que sería siempre incompleta-, sino de mencionar nombres para hacerse de un paisaje.
Gabriel Salazar es un historiador de la U. de Chile, premio nacional, que se ha visto estrechamente asociado con algunos sectores de las organizaciones y asambleas ciudadanas desde 2011. Sus tesis acerca de un “momento prerrevolucionario” son tan comentadas como polémicas.
Cristóbal Bellolio es un cientista político de la U. Adolfo Ibáñez, que mantiene una constante presencia e influencia por medio de columnas en medios y en los espacios del twitter. Es entrevistado frecuentemente en radio y televisión para hablar, desde una postura muy liberal siglo XXI, de casi todo lo que ocurre en la coyuntura nacional.
Alberto Mayol es un sociólogo chascón que trabaja en la Usach, que se puede encontrar en programas de televisión y en el prestigioso diario El Mostrador. Su posición se podría situar en una zona izquierda limítrofe entre el fuera y dentro del “sistema”.
Hay fundamentos ideológico-doctrinales que no debiéramos dejar de lado en relación a estos programas que usamos llamar de “reformas estructurales”. Nos parece que deberíamos ser capaces de plantear a la sociedad chilena visiones de mundo (e ideas de la historia y el por venir), plantear imágenes del ser humano (antropología filosófica), y plantearnos con decisión la necesaria revisión de los fundamentos del vínculo de la sociedad nuestra –moderna, postmoderna-, con la naturaleza y el planeta.
David Gallagher (economista) y Lucas Sierra (abogado) se posicionan como intelectuales “orgánicos” de la derecha en el CEP, Centro de Estudios Públicos, y desde ahí también en El Mercurio y otros medios.
Fernando Atria es un académico de la Facultad de Derecho de la U. de Chile, conocido de tod@s como uno de los ideólogos públicos –léase: uno de los fundamentadores jurídicos claves en la propuesta nacional de un movimiento para la Asamblea Constituyente-.
Vamos a referir tres características de los intelectuales públicos universitarios chilenos de hoy –los ha habido siempre; basta recordar a Valentín Letelier-.
Primero, que actúan de manera bastante individualista. Y esto implica también cierto prurito por la autonomía de la opinión. Tienden a mantener cierta distancia de los partidos, movimientos u organizaciones de orden propiamente político –aunque sostienen posiciones más o menos acordes con ellos-. Pero este intelectual en ningún caso se asimila a la llamada “clase política”. Más bien su capacidad de generar opinión la agita y perturba (cuando es capaz de superar el escalón del bufón de la corte).
Segundo, a diferencia del profesor o académico que escribe y habla dentro de las universidades, y en los códigos de la academia, el intelectual es un académico que pasa a escribir y hablar en el espacio público y eso significa a cualquiera que lo escuche. Pero entonces no valen los códigos universitarios y el intelectual actúa exponiéndose a la opinión general. La disposición al riesgo es una virtud necesaria en el habla pública. La figura del intelectual tiende a la del polemista –lo quiera o no; y V. Letelier es, nuevamente, un ejemplo histórico-.
Y tercero, los intelectuales chilenos hoy casi todos (sino todos) viven y actúan desde universidades santiaguinas –o los intelectuales de regiones no llegan a la capital-. Y como las ideas siguen moviendo buena parte de la realidad, habrá que contribuir también desde la descentralización de la opinión a la descentralización del poder en Chile.
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Foto: nhuisman / Licencia CC
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