Las disculpas de Piñera, el retroceso del aumento del metro, el cambio de gabinete, el tibio aumento de remuneración (no exactamente sueldo mínimo) y los demás proyectos puestos en marcha, podrían tener sabor a victoria del pueblo, incluso de la izquierda. Sin embargo, alerto: no hay nada para celebrar. Esta historia ya la vivimos en otros lados en otros momentos. Les cuento. A ver si les suena familiar.
En junio de 2013 en Brasil sucedió lo que se suele llamar las “Jornadas de Junio”, una explosión de protestas tal como no se veía desde las “Diretas Já” a principio de los 80, un ciclo de protestas exigiendo elecciones directas cuando ya se iba visualizando el fin de la dictadura. El estopín de las protestas: un aumento de 20 céntimos de Real -lo que hoy equivale a 35 pesos chilenos- en el pasaje del transporte público.
Lo que vino en seguida fue el guión básico de una sociedad cooptada por el capital y una clase política cobarde, ajena al diálogo: intransigencia de los gobernantes responsables por el aumento y por el orden social, represión abusiva a las protestas, cobertura sesgada de los medios criminalizando los que salían a la calle y encuadrando con énfasis los episodios de violencia y vandalismo. Y todo eso generó… más protestas, más violencia.
La diferencia es que en Brasil teníamos, supuestamente, un gobierno de izquierda, aunque muchos cuestionen la efectiva orientación política del Partido dos Trabalhadores (PT) tras tomar el poder. Lo que la derecha vio, con gran sabiduría, fue la oportunidad de finalmente interrumpir el reinado del PT que venía ganando paliza tras paliza las elecciones presidenciales desde 2002 con dos mandatos de Lula da Silva y uno de Dilma Rousseff. De ahí que los medios empezaron, repentinamente, a cambiar su narrativa hacia una favorable a las protestas, sorprendiendo muchos analistas en ese momento. Y las protestas, que ya iban creciendo, explotaron.
En este entonces, el movimiento radical que defendía transporte público gratuito salió -inteligentemente- a un costado, porque se dio cuenta que el movimiento perdió objetividad. En especial tras derribar la tarifa de vuelta a su precio original. La multitud de descontentos iba mucho más allá de aquellos politizados que tenían una demanda clara y el resultado es que la protesta se convirtió en una, digamos, cacerola de peticiones vagas con aires de clase media: mejor salud, mejor educación, menos corrupción… Las demandas sin un propósito claro necesitaban un norte, era mucha energía dispersa, caótica. Si antes era la tarifa, ahora eran cosas intangibles.
De a poco, casi subterráneamente, la gente que salía a la calle se fue poniendo más conservadora, más verde-amarela, más fascista, en la medida que fue cooptada gradualmente por movimientos auspiciados por la llamada nueva derecha, los “libertarios” financiados por Atlas Foundation (como la Fundación para el Progreso en Chile), encarnados por los militantes del Movimento Brasil Livre (MBL). Estos mismos grupos fueron los autores de la primera -fallida- petición para el impechment de Dilma Rousseff. Luego vino el golpe blando, en la definición de Noam Chomsky, en el cual sacaron del puesto máximo del país la exguerrillera Rousseff, quien sigue siendo probablemente la única política de la élite brasileña que nunca fue siquiera acusada de vínculo con algún caso de corrupción, cuando menos condenada. La guinda de esa primera torta era el vice-presidente Michel Temer, el vice-presidente que asume tras la destitución de Dilma. Como no había sido elegido directamente para este cargo, se puede presumir una especie de percepción de no deber nada a nadie. En ese contexto Temer avanzó con las reformas neo-neoliberales profundamente impopulares en derechos del trabajo, previsión social entre otras. Sin embargo el festín se acabó con el mandato: apenas salió del poder, lo llevaron esposado a la cárcel. En las entrelíneas se lee que ya no era más útil para las élites económicas y políticas del país.
Entretanto no olvidemos que la conturbada operación “lava-jato” arrastró de forma obscura y muy contestada el expresidente Lula, líder absoluto de las encuestas para presidente de las elecciones de 2018, abriendo espacio para los outsiders. Esa fue la guinda de la segunda torta. Un tortazo en la cara de la izquierda brasileña.
En síntesis: una gran energía, que reside en la insatisfacción con las privaciones derivadas de las últimas crisis del capitalismo avanzado, concretadas en los retrocesos de los derechos sociales como solución comodín para la(s) crisis financiera(s) y la incertidumbre generalizada sobre el futuro económico en los planos individual y colectivo, fueron direccionados en un impreciso sentimiento de “antipetismo” (en contra del PT, partido de Lula y Dilma) con tamaña eficiencia que, además de tirar a ambos expresidentes para el córner de la política por un rato, sentó el caldo político para elegir el presidente payazo que a cada tres por cuatro es capaz de generar crisis internacionales diplomáticos con un tuit o un comentario de Facebook: Jair Bolsonaro.
No dejen que la energía sea canalizada por aquellos que solo quieren profundizar las mismas desigualdades que catalizaron las protestas en primer lugar.
¿Y Chile?
Kast no es Bolsonaro. Preside Piñera y no Dilma. La correlación de fuerzas en el congreso es diferente y la constitución también, obviamente. Pero les alerto, compañeras y compañeros de las izquierdas, si esta historia les parece que tiene algún tipo de paralelo con las protestas actuales, pónganse las pilas. No dejen que la energía sea canalizada por aquellos que solo quieren profundizar las mismas desigualdades que catalizaron las protestas en primer lugar.
El hecho que el país esté gobernado por la derecha es, en este sentido, una ventaja. Hay que pensar táctica y estratégicamente, pero con urgencia. Si la cosa va a seguir radical en el mediano plazo -y estoy cierto que va- que se radicalice hacia la izquierda.
En este sentido, es interesante el llamado a protestas sectorizadas para diferentes días que se hizo para la semana del 28 de octubre. Por un lado se dividen las fuerzas, ya que no todas y todos pueden marchar todos los días. Por otro lado es una métrica humana que permite discernir la popularidad de cada temática como función de la protesta que, pese a ser una medida evidentemente imprecisa, no deja de ser un termómetro. Por último, permite que los participantes concentren las demandas, los debates, los territorios que deben ser afectados y así sucesivamente. Dicha segmentación ciertamente hará mucho más fácil organizar y canalizar las demandas multisectoriales en un petitorio unificado al final. Dependerá mucho, sin embargo, del poder de convocatoria y articulación de aquellos que estén adelante, políticos o no políticos.
No se puede perder de vista que: (1) este gobierno no atacará cuestiones estructurales porque no hay nadie convencido que las haya (2) las elecciones presidenciales son solo en tres años más, 2022; hay que correr pensando en un maratón. No en un sprint.
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