Es común leer en varios medios que la elección presidencial del próximo domingo 19 es la más relevante desde el retorno a la democracia. Y es acertado: es la primera vez desde 1989 que los partidos tradicionales de la centroizquierda y la derecha no posicionan a un candidato en la segunda vuelta. Tanto Gabriel Boric como José Antonio Kast comparten, con ciertos matices, la característica de liderar coaliciones jóvenes: principalmente, el Frente Amplio, por un lado, y el Partido Republicano, por el otro. Asimismo, si nos remitimos a los resultados de noviembre pasado, la novedad persiste: Sebastián Sichel, aunque fue el candidato del gobierno, era un político ajeno a los partidos tradicionales de la derecha, mientras que Franco Parisi, un candidato de corte populista y abanderado del novel Partido de la Gente, obtuvo un resultado considerable.
No obstante, esta elección tiene el riesgo de convertirse en un hito para la consolidación del populismo en nuestro país. Los factores que desembocaron al estallido social, y que se mantienen, y la dirección que ha tenido Chile conforman un escenario crítico: una crisis de representación producto de una presencia de partidos políticos débiles; una desafección política de una parte importante de la ciudadanía; un estancamiento del crecimiento económico y visiones fuertemente antagónicas del modelo de desarrollo; una institucionalidad incapaz de procesar las demandas de la población en áreas como la educación, el trabajo, la salud, las pensiones, y la vivienda; los escándalos de corrupción y financiamiento irregular de la política, entre otros. Por ende, tenemos un país socialmente fragmentado, una economía estancada, una Convención Constitucional constantemente criticada –según sea el caso, para bien y para mal–, una élite dirigente polarizada y desorientada, una reconfiguración de los partidos políticos existentes, y unas altas expectativas de la población que buscan una mejora de sus condiciones socioeconómicas por parte de un Estado que deberá ingeniárselas para financiarlas y cubrirlas. A todo ello le sumamos la crisis mundial por la pandemia del coronavirus, cuyos efectos dañinos son multidimensionales y parecen no tener fin. En consecuencia, la coyuntura nacional se resume en un rechazo ciudadano de mecanismos institucionales de una democracia, como los partidos políticos, organismos estatales y de la sociedad civil, una fuerte crítica a la élite política y económica en torno a fuertes exigencias de probidad y ética pública –no pocas veces, con un tinte moralizante– y una institucionalidad insuficiente para satisfacer las demandas ciudadanas; todo ello en un mundo incierto e inestable.El populismo, visto como una oportunidad, significa un momento para que la democracia y sus actores realicen una autocrítica y un diagnóstico de la situación de crisis e inestabilidad, logren encauzar las demandas ciudadanas insatisfechas para institucionalizarlas y, de esa manera, legitimar y aumentar el sentido de representación del pueblo
En escenarios de este tipo –de fuerte descontento por parte del pueblo– aparecen y se consolidan los políticos de corte populista. Esto es, sea en forma de un líder personalista, un partido político y/o un movimiento social, surgen actores y grupos que conciben a la sociedad como dos grupos antagónicos, el “pueblo puro” y la “élite corrupta” –dependiendo de la ideología de los actores populistas, la forma del pueblo y de la élite irá variando, como puede ser, por ejemplo, para un populismo de izquierda, una élite empresarial corrupta, y en caso de un populismo conservador de derecha, una élite progresista internacional–, y con el convencimiento de que la política debe representar la voluntad general del pueblo, sin subyugaciones de la élite. Este entendimiento necesariamente se encuentra ligado a ideologías de izquierda y de derecha (Mudde y Rovira, 2019: 33-34).
Hace años que la ciudadanía, en su descontento, rechazaba transversalmente a los partidos políticos, a miembros de grupos económicos, institucionales estatales y a representantes electos por votación popular. Todos estos grupos eran percibidos como lo mismo: una élite corrupta que actúa en beneficio de sus propios intereses y en la impunidad. Frente a esta demanda, desde el estallido social hemos sido testigos de la aparición de políticos populistas con un fuerte y radical discurso anti-élite.
El caso más evidente es el candidato presidencial José Antonio Kast (Araya, 2018). Desde su salida de la UDI adoptó un discurso y estrategia populista de derecha radical, esto es, radicalizando una visión antagónica en contra de una élite progresista de izquierda y con redes internacionales, una visión autoritaria del orden y seguridad que debe existir en una democracia, y la defensa de una concepción nacionalista del pueblo, rechazando cualquier componente foráneo que signifique alterar la composición del pueblo –incluso con situaciones xenófobas–. También le da importancia al componente religioso y militar del pueblo, así como del pueblo que no es escuchado por la élite –la izquierda ideológica, operadores políticos, minorías sexuales e indígenas–. Asimismo, el componente ideológico de carácter nacional del populismo de José Antonio Kast y de su partido, como también de sus adherentes, es el pinochetismo, esto es, el anticomunismo, una visión autoritaria de la convivencia política y una reivindicación de la importancia de las Fuerzas Armadas, además de un conservadurismo religioso y una visión económica neoliberal. En cuanto a su estrategia electoral y discursiva, comparte rasgos –si es que no es una copia de estrategias extranjeras– con populistas de derecha radical foráneos como Jair Bolsonaro en Brasil, Vox en España, o el Partido Republicano en Estados Unidos, fuertemente alterado debido a la figura de Donald Trump, que lo inclinó a una lógica populista, entre otros.
Por otro lado, el caso de Gabriel Boric y su coalición también tienen componentes populistas. Si bien Apruebo Dignidad está conformada por diversos partidos de izquierda, como el Partido Comunista, Revolución Democrática, Convergencia Social o Comunes, los orígenes del Frente Amplio cuentan con componentes populistas de izquierda radical, y actualmente existen grupos y actores políticos que mantienen esa concepción. Influenciados principalmente por las ideas de Chantal Mouffe y Ernesto Laclau, se concibe a la democracia de forma partisana para que la izquierda aproveche el “momento populista” que sustituye a la criticada “hegemonía liberal: “para poder intervenir en la crisis hegemónica, es imprescindible establecer una frontera política, y que el populismo de izquierda –entendido como estrategia discursiva de construcción de la frontera política entre ‘el pueblo’ y ‘la oligarquía’– es el tipo de política requerido para recuperar y profundizar la democracia” (Mouffe, 2018: 17). Así, se entiende al pueblo como una construcción política discursiva que aborda las diversas maneras de subordinación con cuestiones de explotación, dominación o discriminación (Mouffe, 2018; 85-86), enfrentándolo con la élite construida discursivamente como corrupta o contraria a los intereses del pueblo –por ejemplo, Podemos en España–. Aplicando estas ideas a nuestro país, desde su origen en las movilizaciones estudiantiles, el Frente Amplio enfatizó una praxis y discurso populista, cuyo objetivo era, ante el cuestionamiento de la hegemonía neoliberal existente en los gobiernos de la Concertación y de la derecha, cuestionar a la élite política y económica que simbolizaba tal período. La meta buscada era la radicalización de la democracia mediante el empoderamiento del pueblo en una coyuntura de múltiples demandas insatisfechas que cuestionaron, hasta el día de hoy, la hegemonía dominante –la hegemonía neoliberal instaurada por la dictadura militar– e instaurar un nuevo modelo. Varios componentes de estos razonamientos están presentes en la campaña electoral de Gabriel Boric, como la necesidad de transformaciones del sistema neoliberal instaurado por la dictadura y el empoderamiento del pueblo en tal labor. Y antes de la elección, durante años era común leer críticas al Frente Amplio por su actitud adanista y moralizante de la política respecto a la situación del país.
Pero esto no termina aquí. Fenómenos como La Lista del Pueblo, la irrupción y hegemonía de Pamela Jiles en la agenda y en los medios durante el año pasado y principios del presente, el resultado de Franco Parisi en la presente elección presidencial y la aparición sorpresiva del Partido de la Gente –a la fecha, uno de los partidos con más militantes en el país y con presencia en el Congreso, y sin siquiera cumplir un año de existencia legal– son elocuentes para mostrar la variada oferta política de corte populista que ha generado el país –y también la incapacidad de algunos para mantenerse, como ocurrió con La Lista del Pueblo al intentar la fallida candidatura presidencial de Diego Ancalao; o bien Gino Lorenzini, conocido por su discurso anti sistema que mantiene desde su aparición con Felices y Forrados, y que no pudo inscribir su candidatura presidencial independiente–. Las candidaturas de José Antonio Kast y Gabriel Boric no son las primeras manifestaciones de actores y grupos políticos con elementos populistas con capacidad de organizarse, enfrentar elecciones, hegemonizar la agenda y lograr objetivos.
Frente a una coyuntura populista en vías de consolidación, Chile corre el riesgo de profundizar tal momento de hoy a varios años más. El populismo, visto como una oportunidad, significa un momento para que la democracia y sus actores realicen una autocrítica y un diagnóstico de la situación de crisis e inestabilidad, logren encauzar las demandas ciudadanas insatisfechas para institucionalizarlas y, de esa manera, legitimar y aumentar el sentido de representación del pueblo. No obstante, el populismo también es una amenaza, ya que, si bien ayuda a evidenciar situaciones críticas imputables al sistema político, la otra cara es que generalmente ello se realiza a través de una visión antagónica y radicalizada de la sociedad, moralizando la política a niveles excesivos, y abriendo flancos para que políticos logren conseguir el poder suficiente para gobernar de forma autoritaria, justificando su actuar como acorde a la voluntad del pueblo –más bien, a la idea de pueblo que construyen– que dicen representar: en síntesis, un empeoramiento de la democracia que la deja expuesta a populistas autoritarios.
Comentarios
17 de diciembre
No me queda claro a qué se refiere con populismo. Todos los partidos se vinculan con la gente mediante cierta empatía y humor. Queda en manos de sus líderes darle un uso positivo y fructífero. La moral en la política me parece imprescindible ¿Cuanto nos hemos quejado de corrupción en nuestros representantes democráticos? Me parece equivocado en la práctica de la democracia desvincular el sentimiento de la gente y la capacidad del gobierno de atender al llamado popular, aunque en el estudio de la teoría pueda ser necesario.
+1
28 de diciembre
Estimado don Lucas, noto un tremendo temor en su descripción del futuro. No se preocupa, ha ganado la presidencia de la república de Chile, Gabriel Boric Font; que con su oponente solo comparte una cosa; la nacionalidad.
Quiero trasmitirle un sentimiento de tranquilidad, el «populismo autoritario» que empeorará la democracia, no viene de la mano del Frente Amplio, ni de los cambios que por fin, esperamos que realice.
El mandato del presidente Gabierl Boric viene respaldado por más de 4 millones y medio de votos. Es el candidato a presidente que más votos a recibido en la historia de Chile.
Esa elevada votación es una muestra de la voluntad democratica de los y las ciudadanas chilenas, del Frente Amplio, del partido comunista, de revolución democratia, y de todos los colaboradores que se sumán a este triundo en las urnas; en un acto limpio y transparente.
Si usted quiere llamar populismo , a este ejercicio democrático, libre e informado, entonces seguira asustado por los cambios que se vienen.
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